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Yerma y la pregunta por el goce femenino

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I) Introducción

 Este texto corresponde a la primera parte de una presentación realizada el 29 de enero de 2019 -y a su reelaboración posterior-, con el título de Yerma y la pregunta por el goce femenino, perteneciente al Seminario sobre <<Psicoanálisis de Yerma (tragedia de García Lorca); El dolor de existir sin el deseo>>, organizado de forma conjunta por <<El Seminario de Trabajo Psicoanalítico, Madrid-2019 (España)>> y <<Espacio Psicoanalítico A. C. de Guadalajara (México)>>.

 A continuación se transcribe el texto introductorio al Seminario:

 <<Seminario en torno al texto de Yerma de García Lorca: “El dolor de existir sin el deseo”>>

 Introducción a cargo de José Ignacio Anasagasti:

 Este año el Seminario de trabajo psicoanalítico sobre la clínica del sujeto va a versar sobre el caso Yerma y lo que se podría denominar su constelación.

 Yerma es una tragedia compuesta por el gran poeta y dramaturgo español, andaluz y universal, Federico García Lorca (asesinado antes de comenzar el fratricidio incivil español)

 Forma parte de una trilogía inacabada compuesta por Bodas de sangre, Yerma y una tercera obra, que no pudo empezar, de la que sólo nos quedan algunos esbozos.

 Yerma es una tragedia de una mujer estéril; o, dicho de una forma menos particularizada, de la esterilidad de una mujer extraviada, trágicamente confundida con respecto a su deseo.

 Es evidente que Yerma no es un caso clínico porque a esta humilde y digna mujer, olvidada y perdida en lo más profundo de la Andalucía más subdesarrollada nunca se le ocurrió consultar a un psicoanalista (ni los había ni se los esperaba por esos andurriales, yermos de indigencia, de lucha sobrehumana por la supervivencia).

 Para justificar nuestra intromisión como psicoanalistas en esta tragedia nos podemos apoyar en la sentencia eterna de Publio Terencio Africano (dramaturgo latino: 194 a.C. – 159 a.C.): Homo sum; humani nihil a me alienum: Soy un hombre: nada de lo humano me es ajeno.

 Porque nada del deseo humano nos es ajeno (aunque lo que caracteriza al deseo llamado humano es su inhumanidad y ajenidad) nos sentimos autorizados a entrometernos en los laberintos de Yerma (en la obra de Terencio, esta frase es pronunciada por Cremes para justificar su intromisión)

 También, gracias al milagro del nachtraglich, del après-coup, del tiempo lógico, podemos analizar Yerma a posteriori, produciendo un efecto desde el presente sobre el pasado; que no es el presente instantáneo y fugaz, sino esa actualidad (de acto) desde la que se escribe la historia.

 A Yerma también se la puede matar transferencialmente, in absencia, in effigie, como hace Freud con el Presidente Schreber, utilizando para ello un arma infalible, la del significante: el texto de Las memorias de un neurópata.

 El texto de Yerma, transcrito por Federico García Lorca, son las fértiles y fecundas memorias de una mujer estéril.

 Un psicoanálisis o sirve para mirar el deseo de frente, cara a cara, poniendo entre él y nosotros la distancia sin medida de la palabra, o no sirve para nada (quedando reducido a un ejercicio estetizante para almas bellas).

 Ni Freud ni Lacan son almas bellas, ni se avienen en ningún momento a cualquier componenda con un psicoanálisis hecho para sonámbulos, que favorezca el sueño de los justos, el dolce far niente; sus aspiraciones son las de despertar al sujeto a la verdad de lo real; sabiendo que ese despertar alétheizante, ese desocultamiento del ser, siempre es traumatizante; para esto y no para otra cosa se llama a un psicoanalista como especialista en despertares.

 Yerma es una mujer dividida entre el ideal y el objeto de su deseo.

 Su trágica esterilidad se basa en una confusión humana- ¡demasiado humana!-, la que confunde el objeto idealizado con el de la pulsión.

 ¿Cómo poder diferenciar entre ambas modalidades de objetos?

 Para ello, se necesita un psicoanálisis conducido por un psicoanalista (valga la redundancia)

 Como el análisis de Yerma es silvestre (no docto) y su transferencia salvaje (no educada), en él, lo que dirime, tercia, es la muerte, que separa, definitivamente y de forma traumática, la demanda de amor de lo real de la pulsión.

 ¿Este recorrido, este trance, este corte cruento, verdadera amputación, se puede hacer con menor coste, sin pagar un precio tan alto?

 Sólo a condición de que intervenga como mediadora la función de la palabra.

Yerma, al no contar con el Otro que le permitiría establecer el corte entre la instancia del Ideal y el objeto de su deseo (el @ del fantasma), permanece atrapada, con Juan, en una relación mortífera, presa de un vel imposible, destructivo: O Juan o el hijo, O uno o el otro; Pero nunca el uno como metáfora del otro: Si elijo a Juan pierdo al hijo, sabiendo que, para tener al hijo, tengo que elegir a Juan.

 La paradoja, mortal por insoluble, se aplica a la inversa: Si elijo al hijo, pierdo a Juan, entonces quedo obligada a matar a Juan, el hombre al que he elegido, sin quererlo, por imposición paterna, para ser el progenitor de mi hijo;… ergo, soy estéril como consecuencia de una lógica implacable que estaba escrita.

 El gran Publio Terencio Africano, conocedor en sus carnes de esta lógica implacable, porque nada humano le era ajeno (como a Freud el mandamiento exorbitante del amor al prójimo), vivió sus consecuencias deletéreas entre las garras del lobo (como Yerma entre los brazos de Juan), que plasmó en la siguiente sentencia:

 (…) auribu teneo lupum, nam neque quo pacto a me amittam neque uti retineam scio: mala cosa es tener cogido un lobo de las orejas, pues no sabes cómo soltarlo ni cómo continuar aguantándolo.

 Aquí, el secreto, el depósito del bien más preciado, lo guarda, como fiduciario, el deseo del analista.

 Yerma es una constelación de constelaciones que reúne cuestiones tan luminosas, próximas y distantes, que resplandecen con su brillo en el firmamento del año lorquiano, como las siguientes:

 I) La búsqueda de esos hijos, cruelmente arrebatados por el mal absoluto, el bastardo inhumano nacido del odio y del nihilismo, por parte de esas madres que, como Antígona, imbuidas por la piedad maternal (matriz), conducidas por la ética de su deseo, no aceptan, en nombre de la Humanidad, de los principios universales, imperecederos, innegociables, que sus hijos permanezcan insepultos, sin un nombre que los recuerde en una lápida.

 II) También la dificultad de tener un hijo al guardar a la vez el secreto de la rosa y sus espinas.

 III) O el misterio de esa piedra estéril que es fecundada en jaramagos por la única fuerza fértil que existe en el mundo: la del deseo.

IV) O las nuevas formas de reproducción asistida, productos del discurso de la ciencia que, elidiendo el circuito del deseo, la presencia irreductible del sujeto y su castración, tratan de remediar la infertilidad con remedios estériles.

Estos y otros temas, que gravitan alrededor del misterio de Yerma, de su alma andaluza, lorquiana, universal, serán trabajados y debatidos en este Seminario.

Cristina Hoyos

II) Yerma: una tragedia universal de un poeta universal: Federico García Lorca 

Federico García Lorca nació en Fuente Vaqueros (Granada) el 5 de junio de 1898.

Su madre, Vicenta Lorca, era maestra.

Su padre, Federico García Rodríguez, era propietario de terrenos de cultivo en la vega granadina.

Cuando Federico tenía 11 años toda su familia se trasladó a Granada capital, donde comenzó sus estudios de piano.

Durante toda su infancia y adolescencia mostró un gran interés por la música.

En la universidad de Granada se matriculó en Filosofía y Letras y se licenció en Derecho.

En sus años universitarios comenzó a escribir.

En 1918 editó su primera obra en prosa, sufragada por su padre: Impresiones y paisajes.

Ese mismo año ya se sentía poeta en lo más jondo; agraciado con el duende de la creación literaria:

(…) me siento lleno de poesía, poesía fuerte, llana, fantástica, religiosa, mala, honda, canalla, mística. ¡Todo, todo! ¡Quiero ser todas las cosas!

¿No escuchamos en estas palabras, en el ¡Todo, todo!, una especie de eco que nos evoca el anhelo infinito que siente Yerma en la tragedia que lleva su nombre?

Yerma no quiere ser todas las cosas.

Yerma quiere un hijo, un producto de su cuerpo (como si se tratase de los productos de la tierra fértil), que sea todas las cosas.

Con respecto a este deseo, a esta pasión, Yerma, no ceja, no cede, no admite ninguna solución de compromiso, ningún apaño, ningún enjuague.

Sabe lo que quiere. Quiere un hijo. Y no acepta ningún sucedáneo, sustituto, que actúe como paliativo, consolador, como mal menor.

Yerma no quiere que nadie la consuele, la compadezca, sienta pena por ella.

Lo único que quiere, lo único que desea, es un hijo, es decir, parafraseando a Federico el poeta (porque Yerma también es poeta) es: ¡Todo, todo!

Entre 1919 y 1926, se trasladó a Madrid para estudiar en la Residencia de Estudiantes, regida por la Institución Libre de Enseñanza (Institución progresista de enseñanza fundada por Fernando de los Ríos)

Allí entabló amistad con grandes personajes de la cultura de su época, como Luis Buñuel, Salvador Dalí, Rafael Alberti, entre otros.

En 1920 estrenó en el teatro Eslava de Madrid El maleficio de la mariposa, su primera obra dramática.

No fue bien aceptada por el público y la crítica, que no entendieron el simbolismo y el lenguaje poético de la tragedia, acostumbrados a otro tipo de estilo.

En 1923 terminó de escribir Mariana Pineda, primera de las heroínas lorquianas que, como la mayoría, transita entre el amor y la muerte.

En esta obra, cuyo telón de fondo lo dibujó Salvador Dalí, se puede apreciar la concepción lorquiana del escenario como aglutinante de varias disciplinas artísticas: música, poesía, danza y artes plásticas.

El amor y la muerte puede ser uno de ejes centrales de Yerma.

El amor se juega fundamentalmente entre dos hombres: Juan, su marido; y Víctor, el amor de su vida (el que la hizo palpar un goce irrepetible, que nunca más tuvo su continuación)

Hay un tercer hombre que es el padre de Yerma; un personaje capital y decisivo en su historia, aunque solo sea porque fue el que le dio a Juan.

Luego está el hijo esperado que nunca llega.

El amor a este hijo deseado sobrepasa todos los límites y barreras.

Sostendremos la pregunta por este hijo que es la clave de toda la tragedia.

La muerte está omnipresente: Yerma se muere poco a poco porque progresivamente se va secando y marchitando (marchita es un significante clave, que la arrastra al asesinato de Juan)

Yerma mata a Juan. Este es el punto culmen de la tragedia, su desenlace.

¿Por qué mata a Juan?

Lo que hay que señalar es que la muerte de Juan está precedida por esa conversación con Víctor en la que éste le anuncia su marcha, al tiempo que le manifiesta abiertamente su amor, mientras que Yerma, por expresarlo de una forma gráfica, en vez de lanzar la caña al río (a ese río en que por primera y última vez sintió vibrar su cuerpo entre los brazos de Víctor), o lanzarse ella misma al agua, le deja escapar vivito y coleando.

Aquí hay un punto de viraje, de no retorno, en el que Yerma renuncia al amor, cede frente al deseo, y se entrega en los brazos de la muerte.

¿Por qué se entrega Yerma a los brazos de la muerte (simbolizada por Juan) en vez de a los brazos de su amante; del hombre que ella desea verdaderamente (Víctor)?

Este es el enigma principal de esta tragedia.

Lo que es esencial señalar es que entre el odio que ella siente hacia Juan, y el amor que siente hacia Víctor, se interpone un Amor de otro orden, que es el que, finalmente, inclina la balanza hacia la muerte: el Amor al padre.

Se trata de un padre que, al igual que el hijo, adquiere, en la obra, sobre todo en la historia de Yerma, resonancias y dimensiones casi míticas.

Tanto el Padre como el Hijo (ambos con mayúsculas, para dar a entender que no se trata de un padre o de un hijo normales) están identificados al destino de Yerma.

Lo que le pueda suceder a Yerma en su vida de indefectible y fatal -su destino– parece que está soldado indisolublemente a los avatares, al destino, de ese Padre y de ese Hijo, de los que emana una especie de imperativo categórico, una ley moral, absoluta e incondicional (en un momento dado, Yerma, cuando los acontecimientos se desencadenan, y ella se siente impotente frente al horror, dice que hay que resignarse porque todo esto estaba escrito; aunque falta la pregunta decisiva: ¿escrito por quién?).

Para entender lo que le pasa a Yerma con el Hijo, con la cuestión de su fertilidad-sequedad, hay que remontarse al lugar del Padre, que es lo único que nos permitirá entender por qué Yerma es yerma, está marchita.

No se puede pensar el Hijo sin el Padre; y, a la inversa, el Padre sin el Hijo.

En 1934 se estrenó Yerma en el Teatro Español con Margarita Xirgu.

Por lo tanto, tenemos varios personajes que conforman una compleja estructura: Juan; Víctor; el Padre; el Hijo.

Pero hay algo más. A diferencia de las tragedias antiguas, no hay un coro; sustituyéndolo, intervienen dos viejas: la llamada vieja primera; y la bruja Dolores, la adivina, experta en ensalmos y remedios mágicos contra las maldiciones.

Efectivamente, parece que Yerma está bajo los efectos de una maldición: su mayor deseo es tener un hijo, que demostraría que es fértil, fecunda; que pertenece al tronco de una familia prolífica; y este deseo de hijo es justamente lo que no se realiza, lo que no se cumple llegado el tiempo de la promesa, de la cosecha, de la recolección; Yerma lleva cinco años yerma, seca.

¿En qué consiste esa maldición que sume a Yerma en la desesperación, en la melancolía, en el abatimiento más absoluto?

Es evidente que si hay algo en la historia de Yerma que puede considerarse una maldición solo puede ser el hecho desgraciado y funesto de haberse casado con Juan.

Si Yerma quería tener hijos, el hombre más inapropiado para dárselos, más incapaz de proporcionárselos, de comportarse con ella no solo como un auténtico hombre, sino como un verdadero padre, no podía ser otro, no podía ser más que Juan.

Aquí se juntan el hambre y las ganas de comer.

Yerma tiene unas ganas intensísimas de tener un hijo; no hay ningún otro deseo que tenga más poder, más dominio y fuerza sobre ella. Resulta que, del otro lado, desde su hombre, lo que se le ofrece es el hambre más intensa, que llega hasta el extremo de la anorexia; porque Juan no le ofrece ni unas migajas que llevarse a la boca; ni un poco de alimento; se muestra absolutamente incapaz de nutrir su deseo, de aplacar su falta, su hambre de hijo, de saciar sus ganas de comer.

Y esto, en Juan, parece que es algo inamovible, inmodificable, irreversible; se trata de algo que no tiene remedio, cura, solución; como si se tratase de una enfermedad incurable; incluso se podría hablar de algo constitucional en Juan, que no le afecta a él solo, sino a su familia, a toda su línea paterna, incluidos su padre y a su abuelo.

Entonces, ¿cómo se puede hablar aquí de una maldición? ¿Cómo se han encontrado, se han juntado, este deseo intensísimo de Yerma de ser madre, de ser fértil, de tener un hijo, y este deseo nulo, del que reniega, abjura, rechaza, por parte de Juan, de ser padre.

Efectivamente, se juntan las ganas de comer, el deseo de ser madre en Yerma, y el hambre, la renegación, la desestimación del deseo de ser padre en Juan.

¿Con estos mimbres cómo es posible hacer un cesto? 

Se podría decir que Dios le da pan a quien no tiene dientes; o Dios le da barbas a quien no tiene quijadas; o Da Dios almendras a quien no tienen muelas.

La tragedia de Yerma está transida por un malentendido fundamental; está atravesada de cabo a rabo por una cruel paradoja.

Resulta que Yerma es el pan o las almendras que se da, que se entrega, a quien no tiene dientes o muelas para comérselo, para saborearlo, para gustarlo; el interfecto que no dispone de lo que hay que tener para hacer buen uso, para agraciar, para realzar, el objeto que le ha tocado en suerte en la tómbola de la vida, no es otro que el bueno de Juan.

Llevando esto al plano de la tragedia se puede decir que Yerma quiere ser madre con un hombre (el susodicho Juan) que no quiere ser padre.

Dicho lo mismo de otra forma: Yerma quiere tener hijos con un hombre que no los quiere ver ni en pintura.

También se podría decir que Yerma quiere ser deseada como mujer por un hombre que ha renunciado al deseo; que no quiere saber nada de su deseo por una mujer.

Esto es lo que he denominado la cruel paradoja de Yerma; lo que le otorga su condición de tragedia, abocándola a ese desenlace funesto, mortífero.

Ahora bien, la cuestión decisiva pasa por la siguiente pregunta: ¿cómo se ha llegado a una situación tan desgraciada? ¿Qué hace una chica como tú (Yerma) -que ansía por encima de todo ser madre- no en un sitio como este, sino con un chico como este (Juan), que abjura por lo más sagrado de su condición potencial de padre, del deseo de ser padre?

Si Yerma quiere dejar de ser yerma, concibiendo en su seno un hijo, un producto de su deseo, lo peor que podría haber hecho es juntarse con un hombre como Juan que, con respecto al deseo, no es tanto la impotencia hecha persona, sino algo más radical, la expresión máxima de un terreno baldío, de un erial yermo, estéril, infecundo, en el que no crece nada, ningún deseo.

Sabios del mundo, decirme: ¿cómo ha podido llegarse a esta situación en la que, repito, se han juntado el hambre (Yerma que quiere dejar de ser yerma) con las ganas de comer (Juan, que no es que sea un muermo, que también lo es, sino que, sobre todo, es un yermo, incapaz de lograr que Yerma deje de ser yerma).

En Yerma no es que haya un encuentro fallido; sino que lo que hay, o no hay, es un desencuentro total y absoluto entre Yerma y Juan. Entre ellos, el malentendido que existe es trágico, funesto, mortífero.

Es evidente que es imposible el encuentro si, desde el lado de Yerma, desde su deseo, hay un anhelo infinito de ser madre, de dar a luz un hijo; en cambio, desde Juan, no es solo que no haya ningún deseo de ser padre; que su deseo de paternidad tenga un valor cero (porque el cero en matemáticas tiene un valor esencial), sino que el valor de su deseo de padre es nulo; incluso, se puede afirmar que es nulificante, nulificador, anulador del deseo de Yerma de ser madre.

¿Qué hacer, cómo encajar estos dos elementos incompatibles, imposibles de encajar: el deseo infinito por parte de Yerma de ser madre y el deseo nulo-nulificador por parte de Juan de ser padre?

Es evidente que este impasse, esta auténtica ratonera, tiene que terminar con la muerte de uno de los dos; en este caso, el que muere, a manos de Yerma, que lo ahoga, para poder ella respirar, es Juan.

Para entrar en la tragedia es necesario captar en toda su intensidad, en su agudeza, la magnitud del desencuentro no tanto entre Yerma y Juan, sino entre el deseo de Yerma y el no-deseo de Juan (que anula, que reduce a un valor nulo el deseo de Yerma).

Yerma lo expresa en varios momentos con todas las letras: me he golpeado la cabeza con un muro.

El texto de Yerma está inundado de expresiones que manifiestan su anhelo infinito de ser madre; su deseo apasionado de tener un hijo.

Incluso, este anhelo, este deseo, se va incrementando exponencialmente a medida que pasa el tiempo y no se queda preñada.

Tomemos algunas de estas expresiones, que están diseminadas por todo el texto, que lo puntúan, lo atraviesa, como el surco trazado por el arado en un campo, desde el principio hasta el final.

El alfa y omega de esta tragedia es el deseo no realizado de Yerma de ser madre.

En el Acto Primero, cuadro I, de la tragedia, después del encuentro con Juan, cuando éste rechaza el amor que le ofrece Yerma, ya que solo le preocupa el trabajo y el qué dirán; Yerma se queda sola, se pone a hacer costura y a cantar (coser y cantar):

(El Marido sale y Yerma se dirige a la costura, se pasa la mano por el vientre, alza los 
brazos en un hermoso bostezo y se sienta a coser.)

¿De dónde vienes, amor, mi niño? 

<<De la cresta del duro frío.>> 

(Enhebra la aguja) 

¿Qué necesitas, amor, mi niño? 

<<La tibia tela de tu vestido.>> 

¡Que se agiten las ramas al sol 

y salten las fuentes alrededor! 

(Como si hablara con un niño.)

En el patio ladra el perro, 

en los árboles canta el viento. 

Los bueyes mugen al boyero 

y la luna me riza los cabellos. 

¿Qué pides, niño, desde tan lejos? 

(Pausa) 

<<Los blancos montes que hay en tu pecho.>>

¡Que se agiten las ramas al sol 

y salten las fuentes alrededor! 

(Cosiendo) 

Te diré, niño mío, que sí. 

Tronchada y rota soy para ti. 

¡Cómo me duele esta cintura 

donde tendrás primera cuna! 

¿Cuándo, mi niño, vas a venir? 

(Pausa) 

<<Cuando tu carne huela a jazmín>>. 

¡Que se agiten las ramas al sol 

y salten las fuentes alrededor! 

(Yerma queda cantando…)

En el Acto tercero, cuadro I, en casa de la Dolores, después que han estado en el cementerio, haciendo ensalmos y llevando a cabo rituales para que acabe la maldición de Yerma y se pueda quedar embarazada.

Yerma no se fía mucho de Dolores. Piensa que la puede estar engañando; que todo esto lo hace por dinero.

Yerma, lo de las oraciones en el cementerio para que el vientre se vuelva fértil, es algo que le da igual. No se trata de Dios ni de ninguna creencia religiosa.

Yerma lo dice claramente:

Yo he venido por el resultado. Creo que no eres mujer engañadora.

A Yerma lo único que le interesa es quedarse embarazada; y si para ello hay que ir a un cementerio por la noche, acompañada de viejas brujas, y recitar unas oraciones, lo va a hacer, pero no porque crea en nada, sino por su deseo de ser fértil, fecunda.

Dolores trata de demostrar que no es engañadora y, como un auténtico médico, le cuenta a Yerma uno de sus mayores éxitos que ha tenido con sus tratamientos:

No soy. Que mi lengua se llene de hormigas, como está la boca de los muertos, si alguna vez he mentido. La última vez hice la oración con una mujer mendicante, que estaba seca más tiempo que tú, y se le endulzó el vientre de manera tan hermosa que tuvo dos criaturas ahí abajo, en el río, porque no le daba tiempo a llegar a las casas, y ella misma las trajo en un pañal para que yo las arreglase.

Yerma, que sigue desconfiando, que no se fía un pelo de la Dolores, piensa que, con esta historia de curanderos, lo que intenta es embaucarla, por lo que pregunta:

¿Y pudo venir andando desde el río?

Hay algo que a Yerma no le encaja en esta historia que parece que viene como anillo al dedo.

Pero la curandera, Dolores, con toda su labia, gran conocedora de la psique de los hombres, de su credulidad, de su miseria, no duda ni un momento en su respuesta:

Vino. Con los zapatos y las enaguas empapadas en sangre…, pero con la cara reluciente.

Esta la respuesta que Yerma estaba esperando (por no decir, ansiando)

Ahí, Yerma, no deja de expresar ese anhelo infinito que tiene de concebir un hijo (a costa de lo que sea; sin importar el dolor, los sufrimientos, las penurias; cualquier cosa, hasta lo más terrible, no supone nada, si en la balanza se pesa con el hijo, con el producto de su vientre):

Naturalmente. No le podía pasar nada, sino agarrar las criaturas y lavarla con agua viva. Los animales los lamen, ¿verdad? A mí no me da asco de mi hijo. Yo tengo la idea de que las recién paridas están como iluminadas por dentro, y los niños se duermen horas y horas sobre ellas oyendo ese arroyo de leche tibia que les va llenando los pechos para que ellos mamen, para que ellos jueguen, hasta que no quieran más, hasta que retiren la cabeza .”Otro poquito más, niño… “, y se les llene la cara y el pecho de gota blancas.

Ese niño esperado, todavía no concebido, pero intensamente anhelado, es anticipado como la fuente de un goce sin igual, inconmensurable. 

Una de las viejas que ha acompañado a Yerma y a Dolores en esas oraciones no entiende cuál es ese goce tan intenso, tan inigualable, incluso se podría decir que tan extático, que Yerma espera de la maternidad, de ese hijo que va a iluminar su existencia (de hecho, estas viejas, están hartas de parir, de ocuparse de los hijos, que es lo único que han hecho durante toda su vida; limpiar cacas, lavar pañales, preparar la comida, etc.).

Se lo dice directamente a Yerma, de la que no entiende en absoluto su misticismo, su exaltación de un hijo como fuente de todos los dones:

Está bien que una casada quiera hijos, pero si no los tiene, ¿por qué ese ansia de ellos? Lo importante de este mundo es dejarse llevar por los años. No te critico. Ya has visto cómo he ayudado a los rezos. Pero, ¿qué vega esperas dar a tu hijo, ni qué felicidad, ni qué silla de plata?

 Pero Yerma no cede frente a su deseo, frente a la promesa de goce y de felicidad que espera de un hijo; a pesar de todos los pesares:

 Yo no pienso en el mañana; pienso en el hoy. Tú estás vieja y lo ves ya todo como un libro leído. Yo pienso que tengo sed y no tengo libertad. Yo quiero tener a mi hijo en los brazos para dormir tranquila y, óyelo bien y no te espantes de lo que te digo, aunque yo supiera que mi hijo me iba a martirizar después y me iba a odiar y me iba a llevar de los cabellos por las calles, recibiría con gozo su nacimiento, porque es mucho mejor llorar por un hombre vivo que nos apuñala, que llorar por este fantasma sentado año tras año encima de mi corazón. 

 La clave del deseo de Yerma está en esa frase final con la que se marca la incidencia de lo real del goce en una existencia (partiendo de la base que este real es traumático), que tiene una función salvífica, vivificante, regeneradora, frente a ese fantasma de carácter imaginario, melancolizante, mortificante, bajo cuyo peso óntico queda aplastada nuestra vida: porque es mucho mejor llorar por un hombre vivo que nos apuñala, que llorar por este fantasma sentado año tras año encima de mi corazón.

Hay que fijarse en la contraposición, el contraste, entre hombre vivo (real) y fantasma (imaginario)

 El hombre vivo es el hijo ansiado; pero, sobre todo, es Víctor. Si es así, ¿por qué deja escapar a Víctor, al hombre vivo, sin luchar por él?

 El fantasma sentado año tras año encima de mi corazón es Juan. Entonces, ¿por qué sigue con él?; ¿por qué no lo abandona?

 ¿Qué oscuro goce la retiene al lado de Juan, a la vez que la aparta de Víctor?

 Esta es la clave de la tragedia.

 Frente a este deseo tan intenso hacia la maternidad, Yerma se encuentra, en el otro, en Juan, con una piedra o un muro imposibles de atravesar; con el que se acabará destrozando la cabeza.

 Juan no quiere saber nada del amor, de la mujer, de la sexualidad; no tiene ningún deseo de ser padre, de hacerle un hijo a su mujer. Más bien está contento y feliz por el hecho de no tener hijos. Así tienen más parné para llevarse a la buchaca (Por un juicio perdí el oficio, y aunque lo gané, perdí el parné).

El objetivo, casi la obsesión, de Juan en la vida es el de trabajar, trabajar y trabajar; todo con el fin de acumular un capital, de engrosar la buchaca.

 Del amor, la sexualidad y el deseo, de todo esto que no se contabiliza, que no tiene una medida monetaria, que escapa a la lógica de los ingresos-egresos, no quiere saber nada.

 No es que rechace tener hijos. Pero si no llegan, es algo que no le importa en lo más mínimo. Incluso, opina que no hay mal que por bien no venga.

 Lo único que quiere es que su mujer no dé escándalos, no se a objeto de habladurías, de chismorreos, para que él se pueda dedicar en alma y cuerpo a sus negocios, transacciones, compra-ventas.

 Él tiene alma de empresario y considera que los hijos son asunto de las mujeres, que para eso están, y que él no se puede detener en todos estos asuntos del amor, que dan tan poco rédito, y que son cosa de chiquillos y de mujeres.

Esto se lo confiesa Juan, al final, a Yerma (en el último acto):

Ha llegado el último minuto de resistir este continuo lamento por cosas oscuras,
fuera de la vida, por cosas que están en el aire.

 (…)

Por cosas que a mí no me importan. ¿Lo oyes? Que a mí no me importan. Ya es
necesario que te lo diga. A mí me importa lo que tengo entre las manos. Lo que veo por
mis ojos.

 (…)

 Piensa que tenía que pasar así. Óyeme. (La abraza para incorporarla.) Muchas mujeres serían felices de llevar tu vida. Sin hijos es la vida más dulce. Yo soy feliz no teniéndolos. No tenemos culpa ninguna.

 Aquí Yerma le pregunta a Juan:

¿Y qué buscabas en mí?

 (…)

¿Y lo demás? ¿Y tú hijo?

 Y Juan, por primera vez, es sincero:

¡No oyes que no me importa! ¡No me preguntes más! ¡Que te lo tengo
que gritar al oído para que lo sepas, a ver si de una vez vives ya tranquila!

Yerma, insiste:

¿Y nunca has pensado en él cuando me has visto desearlo?

 Juan intenta zanjar el asunto de una vez por todas, cortando toda posibilidad de avance de Yerma; ahí es cuando cava verdaderamente su tumba:

 Nunca. 

 ¿Y no podré esperarlo?

No.

 ¿Ni tú?

Ni yo tampoco. ¡Resígnate!

III) La génesis de una tragedia

 Alguien podría o debería preguntarse (sobre todo si se es un psicoanalista): ¿cómo se ha llegado hasta aquí?; ¿por que se han juntado el hambre y las ganas de comer? ¿Cómo se ha producido esa boda entre el deseo de ser madre y el rechazo del deseo de ser padre?; ¿por qué es Yerma estéril?; ¿por qué mata a Juan? ¿Cuál es la ofensa que Yerma considera imperdonable?

 Como siempre, igual que en cualquier psicoanálisis, hay que remontarse, hay que remitirse a los ancestros, a los antepasados.

 Dicho de forma clara y rotunda: hay que investigar, en el sentido de seguir las huellas, el deseo de los padres (forma privilegiada y eminente del deseo del Otro); tanto para Yerma como para Juan.

 Esto es lo que descubre Freud bajo la forma de la matriz edípica del sujeto.

 El núcleo de cualquier neurosis se sitúa en relación con la estructura edípica.

 En el Edipo se ponen en juego una serie de identificaciones; pero, más allá de estas identificaciones, lo más esencial que se pone en acto sobre el escenario del Edipo es el deseo de los padres (que, a su vez, remite al Edipo de los progenitores; del padre y de la madre)

 Cualquier sujeto es hijo del deseo de los padres, del deseo del Otro, gracias a su inscripción en la estructura edípica, en tanto estructura de lenguaje, significante.

 Con Yerma tenemos que remontar el cauce de la historia, en su sentido más pleno; en tanto la historia no es el pasado, sino la escritura de este pasado en el presente.

 A esta operación de escritura de la historia, eminentemente temporal, Lacan la incluye dentro las construcciones en el análisis, de la operación transferencial, del acto analítico.  Estas huellas ancestrales, familiares, edípicas, del deseo de lo padres, las vamos a investigar tanto para Yerma como para Juan.

Ahora un pequeño receso o acotación al margen.

Ya dije que Yerma se estrenó el 29 de diciembre de 1934 en el Teatro Español de Madrid.

Lorca concibió Yerma como parte de una trilogía que nunca terminó.

En 1933 se refería a ella en estos términos: Bodas de sangre es la primera parte de una trilogía dramática de la tierra española. Estoy, precisamente estos días, trabajando en la segunda, sin título aún, que he de entregar a la Xirgú. ¿Tema? La mujer estéril. La tercera está madurando ahora dentro de mi corazón. Se titulará <<La destrucción de Sodoma>>.

El título completo es: Yerma. Poema trágico en tres actos y dos cuadros.

Lorca la consideraba como una tragedia: Una tragedia con cuatro personajes y coros, como han de ser las tragedias. Hay que volver a la tragedia.

El hecho de que formara parte de una trilogía afianza esta afirmación debido a que la estructura de tres obras era la forma en que la tragedia se presentaba.

García Lorca dice una cosa curiosa. Parte de una diferenciación enigmática entre tema y argumento.

Federico afirma que Yerma tiene tema pero que no tiene argumento.

Para el dramaturgo, el tema de Yerma es la mujer estéril.

Yerma no tiene argumento porque no desarrolla una acción, en el sentido de una serie de peripecias, avatares, que constituyen su trama argumental.

Yerma no es el argumento de Yerma, sus aventuras.

Yerma consiste en el desarrollo, a través de un poema trágico, de un tema: la mujer estéril; este tema es lo que domina las aventuras, peripecias, avatares, de todos los personajes que intervienen en la tragedia.

Yerma no se desarrolla a través del argumento de una acción, sino por medio de una serie de encuentros dialogados, del despliegue en el discurso (o en el cruce de los discursos) del tema de la obra: la mujer estéril.

Lo que predomina en ella, y por eso es una tragedia, son los encuentros y desencuentros discursivos, entre los protagonistas de la tragedia; los diálogos entre:

-Los hombres de Yerma con Yerma: Juan, su marido; y Víctor, el hombre que la desea.

-Yerma con las viejas del pueblo: la primera vieja, la mujer descreída y hedonista; Dolores, la hechicera, la curandera del pueblo.

-Los diálogos imaginarios de Yerma con el hijo ansiado y esperado.

-El dialogo de Yerma con su amiga María.

-La intervención de los coros (como el de las lavanderas); los cantos; los bailes.

Dice Federico, el gran poeta:

Yerma no tiene argumento (sería una novela; no una tragedia). Yerma es un carácter que se va desarrollando en el transcurso de los seis cuadros de que consta la obra. Tal y como conviene a una tragedia, he introducido en Yerma unos coros que comenten los hechos, o el tema de la tragedia, que es constantemente el mismo. Fíjese que digo tema. Repito: Yerma no tiene argumento (www.silviamarso.com/teatro/yerma/).

Efectivamente, en Yerma, el tema es el de la esterilidad. Pero no el de la esterilidad en general, sino el de la mujer estéril.

Lo que es evidente es que Yerma es una mujer que, a causa de no se sabe qué, de una supuesta maldición o desgracia que se remonta a no se sabe qué punto de su historia, o relación con los ancestros, es estéril.

Estéril en el sentido más concreto y material: no se queda embarazada, encinta, de su marido Juan; no tiene hijos.

Todo esto a pesar de que Yerma es una mujer sana; que, aparentemente, no sufre de ningún trastorno, de ninguna enfermedad, que afecte a su aparato reproductivo.

Además, con Juan tiene relaciones sexuales.

Entonces, Yerma, es una mujer que no tiene hijos, que es estéril, a pesar de que se dan todas las condiciones para que los pueda tener. O, por lo menos, que no se señala nada, a nivel físico o mental, que le impida tener hijos, embarazarse, concebir.

En estos casos, lo más sencillo, es atribuir este hecho al destino, a la fatalidad, a los hados; al estaba ya escrito.

Pero Yerma no se resigna a entregar la baza de su existencia, lo que es esencial para ella, lo que se puede llamar, con todas las letras, y con mayúscula, su verdad, a los hados, al destino ciego, al fatalismo.

Hay muchos que la aconsejan que se resigne, que las cosas son como son; que no vale la pena sufrir por lo que no tiene remedio; que si tiene que venir vendrá.

Pero Yerma no acepta entregarse a estos cantos de sirena; y no lo hace, y no lo puede hacer, porque lo que está en juego es su verdad. Y, sabemos, que la verdad no es negociable; no puede ser objeto de trueque; no se puede manejar a través de soluciones de compromiso.

La verdad, aquello que compromete hasta los tuétanos, no puede ser objeto de ninguna solución de compromiso.

Yerma no cede frente a su deseo. No porque sea testaruda, sino porque no puede ceder. Porque no tiene margen de maniobra. No hay posibilidad de retroceder. Solo puede avanzar. Yerma ha quemado sus naves, para así no poder echarse atrás.

Porque otra posibilidad es acusar a Yerma de excesivamente apasionada, idealista, exaltada, incluso, loca.

Acabar matando a su marido no haría más que confirmar esta posición de desequilibrio y de padecer de un exceso de apasionamiento.

Yerma parece que, en relación a ese deseo de hijo, está poseída por una fiebre incontrolada e incontrolable.

Lo que define mejor, desde los otros, a este deseo de Yerma, cuyo único objeto es su verdad, es el término obsesión.

Todo el mundo podría decir, el primero Juan, que Yerma está obsesionada con el tema de tener un hijo.

Llega un momento que solo piensa en eso; que solo se ocupa de eso; que todo su pensamiento, sus sueños, los días y las noches, sus energías, lo que habla, lo que no habla, solo tiene un objeto: el hijo.

Yerma no puede dejar de pensar, hasta la extenuación, en su hijo.

Su hijo es su única obsesión.

De ahí, a decir que Yerma está obsesionada, o que es una obsesiva (como diagnóstico), media un solo paso.

No es lo mismo desear un hijo que estar obsesionado con el tema del hijo.

 Hay características propias y específicas, singulares, de cualquier deseo, en su nudo con la verdad, que hacen que se confunda con una obsesión.

Es toda la distancia que hay entre la verdad del sujeto (que siempre es la verdad de un deseo) y lo que se llama habitualmente una obsesión; que puede derivar en un diagnóstico, que fija un ser: eres un obsesivo

¿Acaso el deseo de un hijo en Yerma, al no haberse realizado, al dilatarse en el tiempo, se ha convertido en una auténtica obsesión (en el sentido de síntoma, médico y patológico)?

Esta es la opinión de Juan, que Yerma está obsesionada con el tema del hijo; que el hecho de no quedarse embarazada se ha convertido para ella en una auténtica obsesión ( y para Juan en un quebradero de cabeza).

En vez de hacer lo que hace cualquier mujer, en el sentido de ocuparse de las tareas caseras, del corral de los animales, de la comida y de la colada de su marido (y, periódicamente, como una cuestión higiénica, de sus necesidades sexuales), no para de dar vueltas a su cabecita loca, dale que te dale, dale la matraca, al tema del hijo, de querer tener un hijo, de ser madre.

De ahí a decir, por parte de Juan, que es una mujer rara, inestable, fanática, desequilibrada, loca, obsesionada, hay un pequeño trecho.

Además, lo peor de todo es que le implica a Juan en el asunto; que Yerma está convencida, y así se lo transmite a Juan una y otra vez, hasta el agotamiento, que si Juan no siente el deseo de tener un hijo, ella no se va a quedar nunca embarazada; no basta que el deseo lo tenga ella; el deseo tiene que ser de ambos; se tiene que constituir como un deseo compartido, de los dos, de un padre y de una madre.

Yerma sospecha que Juan no tiene el deseo de tener hijos.

Su única obsesión (y en este caso sí que se trata de una auténtica obsesión) es trabajar y trabajar (no tiene ni el tiempo necesario para acostarse con su mujer), con el fin de hacerse rico.

Lo que pasa es que la psicología del rico es incompatible con la dimensión del deseo, de la falta.

El rico es el que acumula y acumula con el fin de no tener que saber nada (ni siquiera asomarse) de su verdad, de la verdad de su deseo, de la castración, de la falta.

Juan quiere ovejas y más ovejas; no quiere hijos, si el hijo es el significante del deseo, de la falta (si tiene un valor fálico).

Juan quiere vivir tranquilo, calentito, a resguardo de los elementos; con la cuenta corriente llena a rebosar; quiere una mujer que le cuide; que le esté esperando en casa cuando él llegue, con la comida preparada; que se ocupe de la casa y de los hijos, si Dios les da las gracias de tenerlos; además, quiere tener una mujer bien dispuesta a recibirle en su seno, cuando la necesidad apriete, porque esta es la ley de dios, de siempre, de los hombres. El goce sexual está reservado a los hombres. La mujeres solo están en el mundo para satisfacer el goce sexual de los hombres y para traer, pariendo con dolor, hijos al mundo.

Si no se pueden traer hijos al mundo, porque el Altísimo así lo ha decidido; si Yerma no puede ser madre, todavía quedan muchas labores para que una mujer realice en esta vida; la principal de ella, ocuparse de su marido. Y la principal obligación que una mujer tiene con su marido es serle fiel.

Entonces, Juan, le demanda a su mujer que se sosiegue, que no dé escándalo, que no salga tanto, como una cabra loca; que se comporte como cualquier mujer; que se quite esa obsesión del hijo de su cabeza, que no les va a conducir a nada bueno. Ellos dos se bastan y se sobran. Sin hijos, mejor que mejor; así, con menos bocas que alimentar, menos gastos que realizar; y así la hucha irá engordando.

Esto subleva a Yerma, la saca de sus casillas. Comprueba que mientras la hucha cada vez engorda más, su vientre está vacío, se está quedando seco, se está agostando.

En Yerma, entre otros conflictos, se plantea uno muy agudo entre el amor y el trabajo; o, lo que es una especie de variante del anterior, entre el dinero y la sexualidad; también se podría decir, entre el logro, el éxito social, el triunfo en la vida, y el deseo, el goce. Aunque pueda parecer un poco esquemático, siguiendo el hilo de la tragedia, su tema, se puede considerar que Yerma (y aquí su condición o su posición de mujer es algo esencial) está del lado, o del bando, o de la parte, del amor, la sexualidad, el deseo y el goce.

En cambio, Juan, en su posición de varón (fálica; de amo), de hombre, está en el bando de aquellos que enarbolan las banderas del trabajo, el progreso, el dinero, el éxito social, la ambición, el triunfo en la vida (que suele conllevar el pisar a los demás; el aprovechamiento y la explotación de los otros).

Aquí, en Yerma, de cara a la interpretación del tema, se pueden elegir diferente metáforas para dar cuenta de la relación, o de la no-relación, entre Yerma y Juan.

Estaría la metáfora capitalista, del explotador-explotado; o la metáfora de la dialéctica hegeliana, del amo-esclavo; o la metáfora del género, feminista, del macho (patriarcal)-la mujer (sometida); también estaría la metáfora psicoanalítica del amor, de la relación entre el amante (erastés) y el amado (el erómenos).

Todas esta metáforas dan cuenta de algún aspecto parcial del tema de Yerma; pero dejan escapar lo esencial, el verdadero núcleo de la tragedia.

En cambio, la metáfora psicoanalítica, que trata de dar cuenta de esta tragedia a través de la metáfora del amor, es la más abarcativa, holística, amplia, debido a que apunta, en su interpretación, a la verdad de la tragedia, que es idéntica a la verdad del Yerma, y que remite, en última instancia, a verdad del deseo.

Se puede decir que en Yerma, al no establecerse, en la relación entre Juan y Yerma, esa interrelación, interacción, nudo, trenzado, entre la posición del amante y del amado, no se constituye la metáfora del amor, cuyo producto discursivo, cuya creación significante, efecto de un alumbramiento significante-metafórico, sería el hijo.

Entonces, el hijo debería ser el producto, la consecuencia, el efecto, el plus de gozar, de la metáfora del amor, de la sustitución entre el amante (erastés) y el amado (erómenon).

Si no se produce esa sustitución significante, que exige que el amante ocupe el lugar del amado, no se constituye la metáfora del amor, y no se alumbra un hijo, como producto de un deseo.

Entonces, el peso, para entender la esterilidad de la pareja Yerma-Juan, hay que ponerlo en su relación mutua como erastés-erómenon, y la posibilidad de que se constituya, en su fertilidad, fecundidad, gracia, la metáfora del amor.

¿Qué es lo que falla en la relación entre Juan y Yerma?

Que no hay una relación entre un amante y un amado.

Juan, como hemos dicho, está identificado, sometido, a esos significantes-amo (S1), de los que hemos hecho una especie de lista, que nunca pretende ser exhaustiva: el trabajo (te ganarás el pan con el sudor de tu frente; es decir, renunciando al goce)… trabajo, más trabajo, y nada más que trabajo; el dinero (el becerro de oro); el triunfo en la vida (a costa de lo que sea); el éxito social (caiga quien caiga).

Todos estos son S1 que determinan la inscripción de Juan en la parte superior del discurso del amo:

S1——>> S2.

Además, con respecto a la lógica de la sexuación, Juan, se inscribe en el lado del varón, del goce fálico: Para todo x Phi de x.

Algo así como: Para todo hombre del campo, trabajar y nada más que trabajar… con el fin de engordar la buchaca fálica, la bolsa, con dinerito contante y sonante. ¡Que no falte nunca el parné, la pasta gansa, la pasta oveja, la pasta olivos, la pasta frutales del campo!

Lógicamente, en esta lógica de la sexuación, los hijos está del lado goce mujer, goce notodo.

Es evidente que, estando inscrito Juan en el piso de arriba del discurso del amo, en una entrega total al servicio de los bienes, se va a mostrar absolutamente incapaz, impedido, hasta podríamos decir que minus-válido, para ocupar la posición de amante, de erastés, y realizar la metáfora del amor.

¡Conmigo que no cuenten para nada! ¡Y menos para el amor! Es el grito de Juan, que expresa su renuncia más absoluta a jugar al juego del amor (que no es otro que el juego del significante, del deseo), que lo considera un signo de debilidad, cosa de chiquillos, de mujeres, incluso, ¡de maricas! (hay que recordar la homosexualidad de Lorca que, curiosamente, a la vez obvio, le sitúa del lado del goce femenino. ¡No se dice que los homosexuales son unos afeminados, unos débiles, como frágiles y asustadas mujercitas!).

Si Juan está inscrito en el piso superior del discurso del amo, ahí donde dominan y rigen los significantes-amo, el orden de los bienes, es porque no quiere saber nada de aquello que le parece abominable, que desprecia, que rechaza con todas sus fuerzas, es decir, su reverso, su otra cara, lo que corresponde al piso inferior, a su subsuelo.

En el reverso del discurso del amo -que corresponde al anverso del discurso del psicoanalista-, en el lugar de la producción, del goce, se ubica el objeto @; en el lugar de la verdad, se sitúa el sujeto hablante, de la enunciación, del deseo, el sujeto dividido, hendido, por el significante (S).

Precisamente, el amante, el erastés, es el sujeto que se ubica en el lugar del sujeto dividido por el significante, afectado por una hendidura, una spaltüng.

Se ama al otro, al amado, al erómenon, desde ese lugar, desde la condición de un sujeto hendido, castrado, afectado por una falta.

Se ama, en esa posición activa de amante, desde la falta: amar es dar lo que uno no tiene al otro que no es.

No solo se ama desde la falta, sino que lo que se da en el amor es la falta.

Este sujeto escindido, que ama desde la falta, desde su castración, en tanto S, es lo que se constituye como la verdad del amor, que está más allá de todos sus señuelos, engaños, trampas para elefantes.

Si Juan no quiere saber nada del amor, no es porque sea un sieso, sino porque no quiere saber nada de la falta, de la castración, de su condición de sujeto inconsciente, dividido por el significante.

Yerma trata de que Juan se sitúe en el lugar del amante. Para eso trata de seducirle.

Pero Juan huye de ese lugar como el gato escaldado del agua.

Claro, esta cuestión de la esterilidad, de la infertilidad de Yerma, es de lo más complejo.

Es evidente que no se puede reducir al caso de una mujer que, por un motivo cualquiera (de orden fisiológico o psicológico), no puede tener hijos, no se queda embarazada. Se trata de algo que va mucho más allá.

Llama la atención que el deseo más poderoso, más pulsional, que tiene Yerma en su vida es el de tener un hijo.

Se podría decir que este deseo de hijo remite al deseo de ser madre. Que Yerma quiere, ansía tener un hijo, porque su mayor deseo es ser madre.

Pero no hay que identificar tan rápidamente, por lo menos en Yerma, el deseo de tener un hijo con el deseo de ser madre.

Incluso se puede decir que el deseo de un hijo no está determinado, no es dependiente, del deseo de ser madre.

Hasta se podría decir, haciendo girar la cosa el perímetro de una circunferencia, que Yerma quiere tener un hijo porque su mayor deseo es ser padre; que el deseo de hijo depende del deseo de padre (en tanto, expresión paradigmática del deseo del Otro); siempre entendiendo que se trata no del padre real, sino del Nombre del Padre. 

¿Por qué no puede una mujer desear ser padre? No digo tener un padre, sino ser padre; en tanto y cuanto su deseo sea el deseo del Otro, como todo bicho o sujeto viviente, inevitablemente tendrá que pasar por ese deseo de ser padre.

Es curioso, en esta tragedia, que aparentemente gira sobre la maternidad, sobre el deseo de ser madre, de tener un hijo, las madres están más ausentes que los padres.

Lo que predomina es la presencia del cabeza de familia, del patriarca, del páter, rigiendo el orden de la filiación, a nivel de la genealogía familiar.

Yerma tiene un deseo intensísimo de tener un hijo. Es su gran anhelo (o su único anhelo) en la vida. Entonces, esta cuestión de la esterilidad, de la infertilidad, su condición de no poder fecundar o no poder ser fecundada por el Otro, es como que la ataca (valga la expresión), la agrede, la golpea, en el punto más doloroso, más sensible, de su existencia.

Se puede decir que aquello en lo que para ella reside su goce más intenso, más anhelado, es lo que cae bajo la privación (como modalidad real de la falta); sufre la falta en su punto más doloroso.

Su esterilidad, esa sequedad que la embarga, ese vacío que la atraviesa, que perfora sus entrañas, es una falta que pertenece al registro de la privación.

Privación, ¿de qué? ¿Privación de un hijo anhelado que la frustra totalmente en su maternidad? Y aquí soy consciente que estoy introduciendo el concepto de frustración.

Yerma se siente cada vez más frustrada; pero no entenderíamos nada si no remitiésemos esta frustración, esta falta que pertenece al registro de lo imaginario, al registro de la privación, donde se pone en juego una falta irreductible que pertenece al registro de lo real (algo que está perdido desde el origen, desde que el hombre es hombre; que no es una falta de derecho, simbólica), en relación con un objeto simbólico (el falo simbólico).

¿Cuál es este objeto simbólico, este significante, que, en su falta, está en el origen de la privación de Yerma, de su falta real (no castrativa)? No es otro que ese hijo que ella espera por activa y por pasiva. El hijo imaginado y anhelado por Yerma es un significante, cuya falta, nombrada como esterilidad, está en el origen de la privación de Yerma, de esa falta radical que tiene un estatuto real.

Yerma sufre su falta en el punto más doloroso, más cruel, en relación con aquello que más anhela, con respecto a ese objeto soñado y amado que es el hijo, porque en ella, como en todos, no se trata ni de castración (deuda simbólica) ni de frustración (falta imaginaria), sino de privación, de falta real, sentida en sus entrañas, en los entresijos del cuerpo, en sus fibras más íntimas y sensibles.

En realidad, la privación no es la falta de ningún objeto, porque el significante, el lenguaje, que está en el fons y origo de la privación, no es ningún objeto, sino de lo que está privado el sujeto en la privación, por causa del significante, es del goce.

Se trata de una privación de goce.

Lo que se juega en Yerma es del orden de una privación de goce.

Lo que es fundamental en todo esto es la cuestión de lo que Lacan llama el agente de la privación.

¿Quién es el causante, el responsable, el agente, de esta privación de lo real del goce, que sume al sujeto en una experiencia de la falta en su punto más doloroso y cruel? Hasta el punto que Lacan, para dar cuenta de aquello que corresponde a la privación, acude al drama de Shakespeare, El mercader de Venecia, para señalar que el sujeto tiene que pagar su deuda, la que ha contraído por el hecho de existir, no con cualquier cosa, sino por medio de una libra de carne, arrancada de la parte más cercana a su corazón por parte del prestamista, el demandante, el fiador.

Bueno, resulta que este hijo que espera Yerma, y que nunca llega, que sabemos que nunca va a llegar, que promete todos los goces más elevados, excelsos, vivificantes (lo que podemos llamar la plenitud del goce), es lo equivalente en Yerma a la libra de carne; este hijo, fuente de todos lo goces, es la libra de carne que Yerma tiene que entregar (como deuda) a la muerte para poder vivir.

A lo que no está dispuesta Yerma, a lo que no se resigna, es a entregar esa libra de carne, encarnada por el hijo, a la muerte, con el fin de poder existir, de tener una relación con un hombre.

No acepta ser atravesada, dividida, perforada, por la falta (real), en su punto más doloroso, aquél que comporta una pérdida de goce; la sustracción de lo real del goce, por efecto de la amputación que produce en nosotros el lenguaje, el objeto simbólico.

El problema, que es estructural, es que el agente de la privación es el padre imaginario; o que es un padre imaginario. Que no tiene por qué ser nuestro padre, el padre real (que es el agente de la castración).

En el mito de Tótem y Tabú, el padre imaginario, es ese padre mítico, del origen, el padre de la horda, el Urvater, que se queda todo el goce para disfrutarlo él solito; que se apropia de todas las mujeres del clan para su uso y disfruta; para su exclusivo goce; privando a los hijos de cualquier acceso al goce.

Este padre, en el mito, es el que se queda para él solo con todas la mujeres (la madre y las hermanas).

El Urvater, el orangután, el jefe de la horda, al que se atribuye míticamente la privación -¡estructural!- de goce, es el padre imaginario, ese padre feroz y terrible (a la vez ridículo), en tanto agente de la privación.

Yerma, como todo sujeto, por efecto del lenguaje, está privada de lo real del goce, de la libra de carne; en este caso, del niño deseado y anhelado, que es carne de su carne.

Esto lo vive como una injusticia; como una auténtica amputación.

El agente de esta privación de goce, de esta falta real, es el padre imaginario; en este caso, su marido, Juan.

Si no situamos a Juan en el lugar del padre imaginario, haciendo semblante del agente de la privación, no entenderemos nada de su relación con Yerma.

Pero lo que está en causa es la privación que afecta a Yerma en su condición de sujeto, de parlêtre. Y, sobre todo, que Yerma no acepta en ningún momento esta privación.

Al haber situado a Juan como el padre imaginario, como el agente imaginario, que le priva de ese hijo, de ese goce que ella tanto ansía, el enfrentamiento con él va adquiriendo un crescendo cada vez mayor, hasta llegar a la muerte, al asesinato de Juan.

Por lo tanto, no hay que ensalzar a Yerma como una heroína del deseo, como una mujer que sostiene su deseo hasta el final; y al bueno de Juan como el causante de todos los males de Yerma.

Juan es un pobre tipo; un hombre de escasos recursos, que no sabe cómo tratar a una mujer. Se refugia en el trabajo porque, con respecto a lo demás, está más perdido que un pulpo en un garaje.

Sobre todo, que nadie le plantee cuestiones difíciles, sobre todo amorosas, porque ahí no da pie con bola.

Su horizonte está limitado a los olivos, frutales, ovejas y gorrinos. Cualquier cosa que se salga de ahí le pone en graves aprietos.

Él no lo disimula. Se considera una persona muy limitada; nada ducho en asuntos intelectuales; que se pierde cuando algo toma un giro muy retorcido.

Pero, de alguna forma, es evidente que él quiere a su mujer.

La quiere a su manera. Tiene una gran dificultad en expresar sus sentimientos, emociones, temores, angustias.

Quiere a Yerma, pero no la entiende para nada; la ha perdido totalmente la pista; no sabe cómo actuar con ella, cómo hacerla feliz.

En primer lugar, hay que medir el grado del agujero privativo que sufre Yerma. La única forma de hacerlo es situarlo, en su profundidad, en relación con la desmesura de un goce, que promete todo, que podría darlo todo, que es fuente de todas las promesas, de la felicidad absoluta, que Yerma sitúa en el Niño; en lo real del goce del niño.

IV) Esterilidad / fertilidad, en su relación con el amor y el deseo

Es evidente que Lorca quiere dejar en una incógnita el origen de la esterilidad de Yerma.

Incluso, se podría pensar que no le interesa en absoluto plantearse cuál es la causa, el origen, el motivo, de su esterilidad.

Lo plantea como un hecho. Yerma es estéril, en el sentido de que no se queda embarazada, preñada, en cinta.

Desde el principio de la tragedia, casi en tiempo real, en el transcurso de los tres actos, que suponen un lapso de tiempo de alrededor de los cinco años, Yerma no se queda embarazada.

Esto va aumentando su desesperación, pena, furor, rabia, odio, hacia Juan, al que le hace responsable de esta desdicha, de esta auténtica maldición.

El odio desaforado, que, al igual que el amor, es una pasión del ser, conduce fatalmente al asesinato de Juan.

La causa de la muerte de Juan a manos de Yerma, ahogado, cuando está tumbado en el suelo, debajo de ella, se parece a esas muertes que una madre que no puede mantener al enésimo hijo, que ya no puede alimentarlo, decide matarlo, asfixiándolo después de nacer.

Desde las leyes es un infanticidio; desde esa madre, es un acto de piedad, de amor, de compasión, hacia ese hijo, una boca más, que ya no puede alimentar.

También están esos casos en que se mata a una camada de una gata, que ha tenido muchos gatitos, arrojándolos al río, El dueño de la gata solo se queda con un gatito. También este es un acto de piedad, de compasión, de amor, porque mamá gata no va a poder ocuparse de todos sus hijitos.

Todo esto nos lleva a concluir que el crimen que comete Yerma sobre Juan tiene el sentido de un acto de a-m-o-r, de piedad maternal, de compasión, de misericordia; como el de Louis sobre Helene; o el de la madre pobre sobre su hijito; o el de la gata sobre el gatito.

Entonces, ¡oh sorpresa!, al final, a través de un crimen, de una muerte violenta, descubrimos, de forma paradójica e inesperada, que Yerma amaba a su marido, a Juan, a pesar de todas las apariencias, en contra de todas las verosimilitudes. ¿Pero se podía esperar otra cosa?

¿No son todas las quejas de Yerma quejas de amor, de una mujer que quiere a su marido y que se siente frustrada y desengañada?

De hecho, Yerma, comete el asesinato, en la única escena de amor entre Juan y Yerma que aparece en el texto. No es que el amor sea la antesala de la muerte, sino que dar la muerte al otro tiene el sentido de un acto de amor, en el sentido de dar el ser. Porque el amor es la pasión del ser por antonomasia.

Juan, el hombre de pocas palabras, las justas, ni una más ni una menos, le dice a Yerma que la quiere; que él no necesita ningún hijo para amarla; que la ama a ella sola; y que se lo va a demostrar en ese momento. Pues, en ese momento, Yerma, le mata. Esta es su respuesta a su declaración de amor.

El amor es dar al otro lo que le falta, es decir, el ser.

En el acto de Yerma, al intervenir el odio y el amor, la anulación del ser del otro y su donación, la muerte y el amor, el todo y la nada, lo podemos calificar como un acto de odioamoramiento.

Lo que hay que retener es que en este último acto, después del cual cae el telón, no solo se pone de manifiesto solo el odio de Yerma hacia Juan (que es la otra cara del amor; su envés); sino, también, el amor que siente hacia él. Esto es lo inesperado, lo imprevisto, que hay que tener en cuenta para entender el desarrollo y el desenlace de la tragedia.

En ese acto criminal se junta el odio, que anula el ser del otro, con el amor, que dona el ser.

Por eso, Yerma, dice, después de matar a Juan, que ha matado a su hijo, a lo que ella más quería, deseaba, amaba.

Ha actuado como la madre que mata por amor a su hijo recién parido, al que no le puede alimentar con su amor de hambre, llenar su boca; y la gata, que abandona a su camada, para salvar a (al) uno.

Y al matar a Juan, a su hijo, lo que más amaba, también se ha matado a sí misma.

¡Qué sorpresa! ¡Yerma AMA a Juan!

Si no se capta esto no se puede entender nada de la tragedia.

Vamos a remitirnos al texto para confirmar y demostrar que Juan es el Niño; que Yerma ama a Juan.

Si Yerma, lo que más ama en su vida, con ese amor loco, es el niño, y el niño es Juan, conclusión: Yerma ama a Juan.

Uno si piensa que el amor es algo benéfico, pacífico, amable, celestial, tierno… claro, entonces no entenderá nada, le resultará inconcebible pensar que Yerma ama a Juan; que lo ama hasta la muerte; que lo ama con toda la fuerza de su odio; que está odioamorada de él. Pero esto no es un problema de la interpretación de la obra, sino de su concepción idealizada del amor. Ya lo dice Lacan, el amor es una pasión del ser, y esto tiene sus contrapartidas y consecuencias.

Algo del amor, hace borde con la muerte.

Conclusión, Juan es el hijo de Yerma; y, Yerma, ama a Juan.

La prueba del algodón del amor que siente Yerma por Juan es que su odio hacia Juan va aumentando a lo largo de toda la tragedia. Y, resulta, que el odio, su grado, su temperatura, es el mejor termómetro del amor; a más odio más amor.

Esto, en paralelo, nos indica que Yerma no ha encontrado la vía del deseo, su camino, que va más allá del odioamoramiento.

Al final del tercer acto, antes de la muerte de Juan a manos de Yerma, hay una conversación entre los dos.

En esa conversación final, Juan le dirige a Yerma toda una declaración en su integridad, con puntos y comas, dos veces rubricada:

Piensa que tenía que pasar así. Óyeme. (La abraza para incorporarla.) Muchas mujeres serían felices de llevar tu vida. Sin hijos es la vida más dulce. Yo soy feliz no teniéndolos. No tenemos culpa ninguna.

Este es el colofón de su declaración de amor:

YERMA. ¿Y qué buscabas en mí?

JUAN. A ti misma.

Este a ti misma es lo que marca la posición del amor como pasión del ser.

 La declaración de amor continúa hasta la muerte, que es su culminación, su punto final:

 JUAN. Y a vivir en paz. Uno y otro, con suavidad, con agrado. ¡Abrázame! (La abraza.) 

 YERMA. ¿Qué buscas? 

 JUAN. A ti te busco. Con la luna estás hermosa. 

 YERMA. Me buscas como cuando te quieres comer una paloma. 

 JUAN. Bésame… así. 

 El a ti te busco del amor queda aquí marcado en toda su rotundidad.

 En ese momento se produce el acto final, la canción última de la romería del amor:

 YERMA. Eso nunca. Nunca. (Yerma da un grito y aprieta la garganta de su esposo. Éste cae hacia atrás. Yerma le aprieta la garganta hasta matarle. Empieza el Coro de la romería). Marchita, marchita, pero segura. Ahora sí que lo sé de cierto. Y sola. (Se levanta. Empieza a llegar gente.) Voy a descansar sin despertarme sobresaltada, para ver si la sangre me anuncia otra sangre nueva. Con el cuerpo seco para siempre. ¿Qué queréis saber? No os acerquéis, porque he matado a mi hijo. ¡Yo misma he matado a mi hijo! 

 Esta es la declaración final de Yerma, su testamento dirigido a la posteridad: No os acerquéis, porque he matado a mi hijo. ¡Yo misma he matado a mi hijo! 

 La identidad, que hasta ahora había permanecido oculta, entre Juan y el hijo, sale a la luz, es anunciada por Yerma en el momento de su muerte,

 Si se lee esta declaración al pie de la letra, no hay duda de que si, el hijo de Yerma es Juan, aquella no es estéril.

 Esto nos confunde. Hasta ahora habíamos pensado que Yerma era estéril. Ahora descubrimos que no lo es, dado que su marido es su hijo.

 Yerma tiene un hijo, se llama Juan.

 El momento auténticamente trágico de la tragedia es su colofón, el momento final, ese tempo en el que Yerma, en el preciso momento en que mata a Juan, cuando ya la cosa es irreversible, irreparable, sin remedio, sin retorno (como la flecha del tiempo o el tiempo circular en Nietzsche) se da cuenta, cae (porque se trata de una caída, de una precipitación, de un precipicio) en la cuenta que ha matado a su hijo; que ha matado a su objeto de deseo, al que en ningún momento era capaz de reconocer como tal; más bien, Juan, se trataba de un objeto denostado, rechazado, desvalorizado, degradado, despreciado, en su comparación, en su contraste, confrontación, con ese objeto exaltado, idealizado, adorado, ascendido a los cielo, que era ese objeto esperado, ansiado, y que nunca llegaba, que era el hijo ideal, amado, de todos sus sueños.

 Tiene que perder a Juan, tiene que caer ese objeto despreciado, para que Yerma capte, en el punto más doloroso, en el de la pérdida, el extravío, la castración, que Juan era su verdadero objeto de deseo.

Esta exclamación de Yerma, en la que grita que acaba de matar a su hijo, y que su hijo es Juan, no es algo que ella ya sabía, que conocía, y que, en ese momento comunica; sino que, se siente transida de dolor, rota y fracturada, porque, en ese momento, ha averiguado lo que desconocía totalmente, que eso que ella anhelaba, que ese hijo idealizado, erotizado, fuente de todos los goces; aquél ser que era lo que más se apartaba, lo más alejado, de su marido, de Juan -¡su hijo-, resulta, que ahora descubre, en el momento que lo pierde para siempre, que lo ha echado a perder definitivamente, que ya no lo puede recuperar, que es su marido.

Resulta que el objeto idealizado -el hijo- no era su verdadero objeto de deseo; y que el objeto más rechazado, despreciado, desvalorizado, caído, ese sí, ese era su verdadero objeto del deseo.

Ha tenido que perderlo para captarlo; ha tenido que sufrir la privación definitiva de él. De ahí su grito de dolor y de angustia; de desesperación absoluta.

No es que al matar a Juan, Yerma pierda al objeto, que, efectivamente lo pierde; sino que al perder el objeto, al producirse la separación irreversible del objeto, Yerma cae dolorosamente, insoportablemente en la cuenta que Juan era su objeto de deseo, el hijo que ella verdaderamente ansiaba; que Juan ocupaba para ella el lugar del objeto @, del objeto de la pulsión.

Como psicoanalistas, ¿no lo podíamos haber sospechado, intuido, que Juan era el objeto en el que ella ubicaba, depositaba, el goce de su ser.

¿Cuál era el objeto que Yerma más rechazaba? Juan; por lo tanto, esta es la prueba inequívoca que Juan era el objeto del deseo de Yerma.

Juan es el hijo caído, despreciado, degradado, abominado; ese hijo que está en el polo opuesto al otro hijo, a ese hijo, que es el objeto de la añoranza de Yerma, en el que ella se reconoce, que está en el lugar del ideal, y que, en tanto ideal, en tanto demanda, rechaza al objeto de la pulsión, al @.

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