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LA INMORTALIDAD ES SÓLO UNA CUESTIÓN DE TIEMPO

25 minutos de lectura

Borges, el lector inmortal

“La lectura es el aguacero y los libros de los antiguos, son los árboles […] Los libros pueden concebirse al igual que esos textos fúnebres que los egiptólogos nombran “llamadas a los vivos”. Dos clases de lectura tenían lugar. Hace más de cuatro mil años, en el antiguo Egipto, la escritura le echaba una mano a la inmortalidad, pero era distinta de la vivificación de la resurrección por medio de la voz. Las estelas funerarias que llevaban el nombre del difunto o de la lista de las vituallas los eternizaban de modo inerte. Únicamente la pronunciación de la inscripción suscitaba en el más allá una especie de realidad que, a decir verdad, hemos dejado de poder comprender. Por poco que hubiera existido entonces una lectura muda, resultarían dos clases de lectura: la que forma parte de la eternización (de la conservación de la muerte) y la que forma parte de la reviviscencia. Las llamadas a los vivos en las estelas funerarias egipcias suplicaban que el texto fuera reactivado por la voz de aquel que pasa. […] Un himno dice: “La pronunciación de sus nombres es una brisa que se deposita sobre sus labios”. Así la inscripción releída no relee el escrito que inmortaliza, sino que la lectura oral renueva la potencia animada de la lengua y la realización que opera en el acto por medio de las palabras proferidas. Hasta la lista de las vituallas, que vuelven a ser alimenticias”.

Pascal Quignard, “Pequeños Tratados II

Borges, en “Historia universal de la infamia” escribe: “A veces creo que los lectores son cisnes aún más tenebrosos y singulares que los buenos autores”.

Durante muchos años esa definición del lector, que incluye al escritor pero en menor grado, mantuvo mi curiosidad acerca de por qué Borges recurre a esa figura. Preparar el trabajo propuesto por Relatos y Retazos del Psicoanálisis, a partir del relato “El Inmortal”, me brindó la oportunidad de abordar ese enigma junto a la cuestión de la inmortalidad. El presente texto despliega ese recorrido.

En la mitología griega, el cisne era símbolo de belleza y armonía. El canto del cisne es una expresión que alude al último gesto realizado por alguien a punto de morir. Metáfora atesorada de los bestiarios medievales que aseguraban que el cisne, justo antes de morir, después de haber estado en silencio durante toda su vida, canta una bella canción. Y así cantando, él acaba su vida.

La inmortalidad es una cuestión de tiempo. Antes, hay que morir. Y antes hay que cantar, leer.

La eternidad: una estafa.

Así como en la música hay armonía, ritmo y melodía, planteo tres muertes:

Simbólica, por efecto de la letra, la que con sangre entra, y mata la cosa.

Real, la muerte física del cuerpo. El óbito.

Imaginaria, la que Freud abordó, entre otros modos, con el principio del nirvana, bajo la influencia de Schopenhauer. La moksha, término sánscrito, que en el pensamiento hindú, refiere a la liberación espiritual de la rueda eterna de las reencarnaciones.

En las “Las versiones homéricas”, Borges sostiene la idea de que un libro, a pesar de la fijeza de las palabras, está en constante cambio y modificación, y esto se debe al acto de lectura. El hecho literario fundamental no es el texto mismo, sino el encuentro del libro y el lector. Un texto eterno, inerte, y un lector cisne que reanima, resucita.

Un texto pierde su condición de objeto fijo en la serie de lectores posibles. “El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio”.

A la necesidad en la religión de un texto sagrado. inmodificable, definitivo, de sentido único, o al cansancio del escritor, harto ya de corregir.

La inmortalidad que Borges propone en varios de sus relatos, antes que con la duración, tiene que ver con la transformación. En el poema “Amanecer”, contrasta la eternidad que dura, con la inmortalidad de lo que se renueva y renace: “las ideas / no son eternas como el mármol / sino inmortales como un bosque o un río.” Se recrean en cada acto de lectura.

En “La escritura del dios”, el sacerdote maya Tzinacán, estando en prisión, se pregunta dónde estará escrita por el dios, en el origen y de modo imborrable, la sentencia mágica que según la leyenda permitirá conjurar el mal que vendrá en el fin de los tiempos:

“En el ámbito de la tierra hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas: cualquiera de ellas podría ser el símbolo de lo buscado. Una montaña podría ser la palabra de dios, o un río o el imperio o la configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las montañas se allanan y el camino de un río suele desviarse y los imperios conocen mutaciones y estragos y la figura de los astros varía”.

Descubre por fin que esa escritura está en las manchas del jaguar con el que comparte cautiverio. Lo perecedero de la existencia individual, se recrea constantemente en la especie. Así como cada generación de jaguares, renueva la escritura del dios, cada lector resucita la escritura de los antiguos.

En “El Inmortal”, la Princesa de Lucinge, luego de comprar a Cartaphilus los seis volúmenes de la Ilíada, en la traducción de Alexander Pope, encuentra, dentro del último libro, un extraño e incompleto manuscrito de Carthapilus, que se supone es el texto original del libro impreso en el que está oculto.

Borges considera esta clave, la autoría de ese manuscrito, porque está resolviendo, mientras escribe, su propia identidad. Puesto que se trata de la inmortalidad, ¿es un inmortal el que lo ha escrito?. Prosopopeya en cascada: Comienza por contener la primera persona del soldado romano Flaminio Rufo, pero el propio narrador se pregunta sobre su propia irrealidad, o por qué parece irreal. Hay un intento en el relato por evitar fusionar la palabra de Flaminio Rufo con la de Homero, el inmortal. Y la de éstos con Cartaphilus.

Es el problema fundamental, para Borges: saber verdaderamente ¿quién escribe lo que él escribe? “Ahora no sé quién escribe estas páginas”.

En la humorística postdata, Borges se toma el pelo a sí mismo en la denuncia que hace el erudito profesor de Manchester, Nahum Cordovero, (quien sostiene que el documento es apócrifo), en la que habla de centones griegos y latinos. Es decir, un texto compuesto de fragmentos, sentencias o expresiones de otras obras o autores. Borges, quien es al mismo tiempo Cordovero y Borges, responde con Cartaphilus que es también todos ellos: “cuando se acerca el fin ya no quedan imágenes del recuerdo; sólo quedan palabras”.

La cultura es el retazo de las palabras de otros. El libro de Cordovero es su denuncia: A coat of many colours “Un sacón de muchos colores”. Patchwork, almazuela de relatos. Por esa misma vía del recuerdo y el olvido, se produce una irresponsable colcha de retazos.

En “El Inmortal”, relato en el que Borges recrea el “Poema de Gilgamesh”, la epopeya sumeria considerada el origen de las obras literarias, se narran las aventuras de Flaminio Rufo, quien al tener noticia de un río que concede la inmortalidad a los hombres, decide buscarlo. Finalmente, llega a vislumbrar una ciudad que se eleva a la vera de un pequeño arroyo en cuyas aguas apaga su sed, y puede dormir. Se despierta rodeado por un grupo de hombres que no puede llamarse tribu porque carecen de lenguaje y de vida social: son los trogloditas. Seguido por uno de ellos, como un perro fiel, y al que decide llamar Argos, llega al pie de esa ciudad que descubre absurda, sin ningún sentido arquitectónico, porque no está hecha para que la habiten los hombres.

Al salir de la ciudad, Flaminio Rufo se encuentra con Argos: “Cuando salí del último sótano, lo encontré en la boca de la caverna. Estaba tirado en la arena, donde trazaba torpemente y borraba una hilera de signos, que eran como letras de los sueños, que uno está a punto de entender y luego se juntan. Al principio, creí que se trataba de una escritura bárbara; después vi que era absurdo imaginar que hombres que no llegaron a la palabra lleguen a la escritura. Además, ninguna de las formas era igual a las otras, lo cual excluía o alejaba la posibilidad de que fueran simbólicas”.

Un día llueve y todos parecen revivir ante esa simple felicidad: “Argos, puesto los ojos en la esfera, gemía; raudales le rodaban por la cara; no sólo de agua, sino (después lo supe) de lágrimas”. Flaminio grita el nombre de Argos, y el troglodita habla, repitiendo unas palabras de la Odisea: “Argos, perro de Ulises. Este perro tirado en estiércol”. Flaminio Rufo le pregunta qué sabe de la Odisea, y Argos contesta: “Muy poco, menos que el rapsoda más pobre: ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé”. Nos enteramos que el troglodita es Homero, y que él y sus compañeros son los inmortales. Flaminio Rufo también, pues las aguas de ese río son las que dan la inmortalidad.

Todo me fue dilucidado aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales. En cuanto a la ciudad […] Aquella fundación fue el último símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una etapa en que juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fábrica, la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no percibían el mundo físico.”

“Los inmortales pasan los días, prácticamente no se alimentan: no pueden morir. No producen nada, ni siquiera alimentos, no construyen ciudades, no tienen hijos. Aparentemente, tampoco tienen sexo, por lo menos mujeres no hay, y entre ellos no parecen demasiado motivados. No hay creación artística”.

Nuevamente la oposición entre duración y renovación de “La escritura del dios”: los inmortales duran en su ser; por tanto ya no se recrea, no hay necesidad de engendrar otros seres humanos. Tampoco hay porqué escribir un libro, construir algo como testimonio de que uno existió, ya que uno seguirá siendo idéntico.

El texto original, sagrado, eterno y el acto de lectura, renovación, recreación, lector inmortal.

La escritura del dios en las manchas del jaguar. La lluvia en “El inmortal” y la letra.

En el apólogo de la lluvia narrado por Lacan en Lituraterra, la teoría del encuentro se sostiene en la dimensión del acto. Allí, la letra es el encuentro contingente con lo que siempre ha estado, con la esencia como lo “ya estado”. (Está escrito… pero hay que leerlo). El encuentro, es un efecto del clinamen que oficia como rasgo singular de la universalidad del significante. La lluvia al caer sobre la tierra, liberada de la nube del significante, produce un trazo: impronta única, signos irrepetibles se diseñan sobre la tierra en el límite, en el litoral, entre significado y goce.

La traza depende de la universalidad de la nube del Otro, de la cual llueve significante y goce, pero su existencia material sobre la tierra es un hecho singular, contingencia inasimilable respecto a cualquier determinación significante.

Traza necesaria, porque manifiesta la acción del Otro. Y contingente, ya que la impronta singular no puede ser reducida al efecto lineal de una causa determinista. Lo singular marcado por la repetición, por la necesidad de una repetición que se anuda con la contingencia más pura.

Experiencias del inconsciente: Dos relatos, uno de Lacan, otro de Borges, que dan cuenta de un cruce en sus trayectorias en el encuentro con eso que piensa.

Jaques Lacan en “Conferencia de Baltimore”

Eran las primeras horas de la mañana cuando preparé este pequeño coloquio para Uds. Podía observar Baltimore a través de la ventana y fue un momento muy interesante ya que aún no había luz diurna plena y una señal de neón me indicaba a cada minuto el cambio en la hora y había, por supuesto, tráfico pesado, y me recalqué a mí mismo que todo lo que podía ver, excepto los árboles a la distancia, era el resultado de pensamientos, pensamientos activamente pensantes, donde la función que cumplían los sujetos no era completamente obvia. De cualquier manera el así llamado Dasein como definición del sujeto estaba allí en este espectador en gran medida intermitente o evanescente. La mejor imagen que resuma al inconsciente es Baltimore de madrugada.

J. L. Borges en “Historia de la eternidad”

“…De las eternidades mejor dicho, ya que el deseo humano soñó dos sueños sucesivos y hostiles con ese nombre: uno el realista, que se basa en el realismo, que anhela con extraño amor los quietos arquetipos de las criaturas; otro el nominalista, que afirma la verdad de los individuos y lo convencional de los géneros, que niega los arquetipos y quiere congregar en un segundo los detalles del universo. […] todos hacemos nominalismo sans le savoir: es como una premisa general de nuestro pensamiento, un axioma adquirido. De ahí, lo inútil de comentarlo. […] Mi teoría personal de la eternidad. La formulé en el libro “El idioma de los argentinos”, la página se titulaba “Sentirse en muerte”: …demasiado evanescente y extática para que se llame aventura; demasiado irrazonable y sentimental para pensamiento. Se trata de una escena y su palabra: palabra ya antedicha por mí, pero no vivida hasta entonces con entera dedicación de mi yo.

La rememoro así: La noche no tenía destino alguno; como era serena salí a caminar y recordar después de comer. No quise determinarle rumbo a esa caminata. Realicé en la mala medida de lo posible, eso que llaman caminar al azar. Con todo, una suerte de gravitación familiar me alejó hacia unos barrios, de cuyo nombre quiero siempre acordarme y que dictan reverencia a mi pecho. No quiero significar así el barrio mío, el preciso ámbito de la infancia, sino sus todavía misteriosas inmediaciones: confín que he poseído entero en palabras y poco en realidad, vecino y mitológico a un tiempo. La marcha me dejó en una esquina. Aspiré noche, en asueto serenísimo de pensar. La visión, nada complicada por cierto, parecía simplificada por mi cansancio. La irrealizaba su misma tipicidad. La calle era de casas bajas, y aunque su primera significación fuera de pobreza, la segunda era ciertamente de dicha. Era de lo más pobre y de lo más lindo […] Me quedé mirando su sencillez. Pensé, con seguridad en voz alta: Esto es lo mismo de hace treinta años…Conjeturé esa fecha: época reciente en otros países, pero ya remota en este cambiadizo lado del mundo. Tal vez cantaba un pájaro y sentí por él un cariño chico, y de tamaño de pájaro; pero lo más seguro es que en ese vertiginoso silencio no hubo más ruido que el también intemporal de los grillos. El fácil pensamiento Estoy en mil ochocientos y tantos dejó de ser unas cuantas aproximativas palabras y se profundizó a realidad. Me sentí muerto, me sentí percibidor abstracto del mundo: indefinido temor imbuido de ciencia que es la mejor claridad de la metafísica. No creí, no, haber remontado las presuntivas aguas del Tiempo; más bien me sospeché poseedor del sentido reticente o ausente de la inconcebible palabra eternidad. Sólo después alcancé a definir esa imaginación.

La escribo, ahora, así: Esa pura representación de hechos homogéneos, no es meramente idéntica a la que hubo en esa esquina hace tantos años; es, sin parecidos ni repeticiones, la misma. El tiempo, si podemos intuir es identidad, es una delusión: la indiferencia e inseparabilidad de un momento de su aparente ayer y otro de su aparente hoy, bastan para desintegrarlo.

Es evidente que el número de tales momentos humanos no es infinito. Los elementales, los de sufrimiento físico y goce físico, los de acercamiento del sueño, los de la audición de una música, los de mucha intensidad o mucho desgano, son más impersonales aún. Derivo de antemano ésta conclusión: la vida es demasiado pobre para no ser también inmortal. Quede, pues, en anécdota emocional la vislumbrada idea y en la confesa irresolución de esta hoja el momento verdadero de éxtasis y la insinuación posible de eternidad de que esa noche no me fue avara.”

En “El Aleph” Borges resume el dilema entre eternidad e inmortalidad. Allí escribe: En el inefable centro del relato: “Lo que vieron mis ojos fue simultáneo, lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré”. Y cuenta. Y releemos.

Este texto es deudor, en sus aciertos, de la lectura de “Borges, los pueblos bárbaros”, de Horacio González; y “Borges y los clásicos”, de Carlos Gamerro. Los errores del mismo quedan a cuenta exclusivamente de quien suscribe. Y desde ya, de los relatos de Borges: “El inmortal”; “Historia Universal de la Infamia”; “Las versiones homéricas”; “La escritura del dios”; “Historia de la eternidad”; “El Aleph”.

Buenos Aires, septiembre 2021

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