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LA POLÍTICA DE LA INMORTALIDAD: EL DELIRIO ONTOLÓGICO EN EL INMORTAL DE BORGES

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La Muerte como causa del encuentro fallido con lo real en “El inmortal” de Borges, y, en el sueño de Freud “Padre, ¿acaso no ves que estoy ardiendo?” 

 Introducción

 En El inmortal, cuento de Borges, toda la cuestión de la mortalidad y de la inmortalidad está contenida en un manuscrito encontrado por azar en el último de los seis volúmenes de La Ilíada de Pope (El Inmortal; El Aleph; Jorge Luis Borges; Seix Barral, 1983) .

 En el contexto de un encuentro, también fortuito, que se produjo en Londres a principios del mes de junio de 1929, esta obra magna fue vendida por el misterioso anticuario, originario de Esmirna, Joseph Cartaphilus, políglota, a la Princesa de Lucinge.

 Esta transacción sucedió muy poco tiempo antes de que muriese Joseph Cartaphilus en un desgraciado e inesperado naufragio cuando regresaba a Esmirna en el buque Zeus.

 Por lo tanto, este encuentro fortuito, a la vez fallido, entre el venerable Cartaphilus (que jugó su última carta), y, la Princesa de Lucinge (que no sabía que la inmortal Ilíada de Homero era portadora de un manuscrito sobre la inmortalidad), estuvo presidido por la muerte (que nunca avisa de su llegada, que, como la rosa, llega cuando llega, ni antes ni después, siempre en el momento justo). 

La Instancia de la Muerte (el Amo absoluto, como figura de la muerte hegeliana), en su presencia necesaria, insoslayable, real, convirtió este encuentro, como todos en los que participa este convidado de piedra, en fallido.

 Fallido, referido a un encuentro, significa que interviene un deseo y que deja un resto.

 El acto fallido es también un acto logrado debido a que el sujeto que sale del encuentro no es el mismo que el que entró.

 Este manuscrito, el de El inmortal, perdido entre las páginas de un libro, letra entre letras, redactado en inglés, lleno de latinismos, no es más que un pedazo de papel, ensuciado, emborronado, garabateado, con toda suerte de signos gráficos, de marcas literales, que constituyen el testimonio escrito de que hay goce.

 Este fragmento (desconectado de cualquier todo), este resto (realmente insatisfacible), este desecho (caído en lo más bajo), con la textura de un vulgar papelucho, es el lugar donde se inscriben las vicisitudes mortales e inmortales de cualquier existencia, aquello que nos permite conectarlo con: 

  1) El escrito de J. Lacan sobre La carta robada, de Edgar Allan Poe, donde se muestra, sin lugar a dudas (incluidas las obsesivas), que una carta, una letra (lettre), de lo más comprometedora, robada hábilmente por el astuto ministro, determina de forma absoluta las posiciones de todos los protagonistas de este cuento en el mismo momento que han caído bajo el dominio de su sombra (El Seminario sobre La carta robada; Escritos I; Siglo Veintiuno Editores; 1971; J. Lacan 

  2) El famoso sueño de Juanito de las jirafas: la paterna, la materna y la hermanita, en el que Hans es capaz de realizar la hazaña de sentarse, en plan dominante, sobre todo el orgullo de la jirafa materna, con su altivo y esbelto cuello, previo arrugamiento de su cuerpo (Análisis de la fobia de un niño de cinco años: Caso Juanito, 1908; En Obras Completas de Sigmund Freud, Tomo II; Editorial Biblioteca Nueva, Madrid; Tercera Edición; Traducción de Luis López-Ballesteros y de Torres).

 El padre, que, desde su pensamiento racionalista, no entiende nada, le interroga a Hans sobre la inverosímil verosimilitud de cómo es posible arrugar a un animal tan grande como una jirafa, la única condición, eminentemente simbólica, que permite sentarse a sus anchas sobre ella. Este buen hombre, tan paternal, tan bondadoso, todavía no ha caído en la cuenta de que estamos en la otra escena de los sueños, donde, como en los cuentos (el reino de la fantasía), campan a sus anchas las jirafas imposibles (en los sueños, en los cuentos, y, en las fantasías, la moneda de cambio es la realidad psíquica).

 Juanito, sin arrugarse, ni corto ni perezoso, coge una hoja de papel, dibuja sobre ella una jirafa (la soñada), incluido, para que no falte nada, su órgano fálico, bajo la forma de un pequeño trazo unario vertical (Hans está bajo los efectos de la premisa universal del pene, del todos tienen, por lo que no deja de atribuir tan valioso miembro a la jirafa materna), y, a continuación, sin cortarse ni un pelo, dicho y hecho, arruga la hoja de papel, haciendo con ella un gurruño o burruño (cosa arrugada o encogida), es decir, una pelota o bola de papel, la arroja al suelo (en un gesto verdaderamente subjetivo, digno de un sub-yectum: de yaxis, lanzar), y, tan pancho, ancha es Castilla, se sienta sobre ella (¿sobre la madre, sobre la jirafa o sobre la pelota de papel?), aquí paz y después gloria, se acabó la demostración.

 Para Lacan, no hay mejor ilustración de lo que es un significante que una imagen, una representación -en este caso la de la jirafa-, reducida, jibarizada, a un gurruño de papel, a algo que es nada o casi nada (que, por lo menos, lo bordea).

 El mismo burruño o gurruño en el que se convertirá, en las manos de la Reina, la carta de pega que ha dejado el primer ministro sobre el escritorio, después de birlarle, ante las mismas narices del Rey, que no ve nada, la lettre verdadera (la que lleva la firma del amante real).

 El único destino posible, imaginable, de esta lettre absolutamente falseada, como resto inservible que es, solo puede ser el cubo de la basura, la litter, donde acaba todo lo que es desecho, rubbish, residuo de goce (letter: letra o carta). 

 La mortalidad y la inmortalidad no son más que un manuscrito arrugado, gastado, perdido entre las páginas de La Ilíada de Alexander Pope, que tradujo, del griego al inglés, La Ilíada del inmortal Homero.

 En su condición de litteratura, narrada y escrita, en su materialidad de letter, ¿la arrojaría también la Princesa de Lucinge, al igual que The purloined letter, al tacho de la basura? 

 Estas referencias psicoanalíticas, tomadas a vuela pluma, nos permiten entender las líneas finales que constituyen el epitafio de El inmortal:

 “Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo; solo quedan palabras. Palabras, palabras desplazadas y mutiladas, palabras de otros, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos”

 En esas palabras, desplazadas y mutiladas, en la estructura catenaria del significante, está el secreto de la Instancia de la Muerte así como el de la inmortalidad del deseo, de esa verdad que, a la vez, está articulada y es inarticulable (por lo tanto, falta).

 Dice Borges: “Cuando se acerca el fin…”; añado: <<… y, el fin, siempre está próximo, ya que, como la muerte, siempre está ahí, dado que no es más que la alteridad, que la extraña familiaridad (unheimlich), de ese prójimo que siempre nos acompaña (lo más central y exterior a uno mismo)>>.

 Dice Borges: “(…) escribió Cartaphilus…”; Añado: <<Homero, Marco Flaminio Rufo, tú, yo, nadie, todos…>>.

 Dice Borges: “(…) ya no quedan imágenes del recuerdo…”; Añado: <<… se han disuelto todas las representaciones, y, con ellas, las identificaciones imaginarias…>>.

 Al final del final, cuando El inmortal llega a su fin, muere, y, a continuación, se inmortaliza, nos encontramos con una última palabra, una especie de epitafio del epitafio, escrito al margen. Se trata de una dedicatoria a una mujer: “A Cecilia Ingenieros”.

 Por consiguiente, la última palabra, a pesar de los pesares, no es la de la muerte, sino la del amor (como bien dicen los románticos, el amor es capaza de vencer a la muerte).

 ¿Quién es esta misteriosa Cecilia Ingenieros?

 Acudamos a otra mujer, a la escritora Susana Muzio Sáenz Peña, que, a los 92 años, publicó su primera novela con su propio nombre: La sonrisa secreta; antes había trabajado como negra. (La escritora secreta; Blog: Eterna Cadencia; Cecilia Boullosa).

 Dice, Susana, en una entrevista, que Cecilia Ingenieros era la hija de José Ingenieros. Se iba a casar con Borges. Ya tenían todo arreglado.

 Su noviazgo era muy apasionado porque estaban en el mismo código de ideas y manejaban la misma información cultural.

 Coincidían en que odiaban a los chicos y no querían tenerlos.

 Cecilia le cuenta a Borges esta historia de una mujer que pierde su virginidad con un desconocido para, posteriormente, hacerse pasar por violada: “(…) Era terrible porque de acuerdo a los códigos de la época la virginidad era la clase de cosa que no se regalaba ni se perdía, ni se iba y se donaba. Ella le pasa la historia y él la escribe: es el cuento Emma Sunz, de Borges”.

 Después rompen su noviazgo cuando Cecilia descubre el antisemitismo de Borges y se va a Egipto para estudiar danzas árabes. Ella decide no casarse con Borges y no casarse con nadie.

 II) La huida hacia la inmortalidad

 Muchas veces, por huir del mal, uno se mete de cabeza en lo peor.

 En la búsqueda desesperada de la inmortalidad, como fantasma del ser absoluto, hay algo mortal en el sentido de mortífero: la pulsión tanática actuando a plena máquina, disociada de la pulsión de vida, del Eros del deseo, de la pizca de goce que da valor a una existencia.

 La marcha forzada de Marco Flaminio Rufo, a duras penas, esclava, hacia la mortífera inmortalidad, parte de Tebas Hekatómpylos, la ciudad egipcia de las cien puertas, y, acaba, en el laberinto de la Ciudad de los Inmortales (la ciudad de cartón piedra), que, en contra de las apariencias, no tiene ninguna puerta (todas ellas son engañosas); por consiguiente, el laberinto de la inmortalidad, condena al no-incauto (los que yerran) a un encerramiento mortífero, bajo el siniestro auspicio de los Dioses locos u oscuros, los que demandan sacrificios humanos, holocaustos.

 Estas son las consecuencias nefastas que tiene la no afirmación (bejahung) de la falta, la forclusión de la castración, de la ley, de la Instancia simbólica de la Muerte.

 Nos encontramos, en el camino por el que acompañamos a Marco Flaminio Rufo, con una paradoja existencial: este heroico tribuno, movido por su profundo tedio, recorre, en primer lugar, el trayecto que va de la mortalidad a la inmortalidad (representadas por dos localizaciones terrenales diferentes). Una vez que ha alcanzado su meta, la tan deseada inmortalidad, vuelve grupas, desanda lo andado, sale por donde entró, con el fin de retornar a la supuestamente aborrecida mortalidad. Se da cuenta que ha ido de Guatemala a Guatepeor; por lo que decide retornar de Guatepeor a Guatemala. En su ida y vuelta exclama: ¡Más vale malo conocido que bueno por conocer!

¿Por qué el bueno de Marco no permaneció donde estaba, en posesión de lo que ya era suyo, y, nadie le podía arrebatar, en las proximidades o projimidades de ese objeto tan preciado y precioso, agalmático, que es la invencible mortalidad?

 Es evidente que el motivo no es su supuesta estupidez. Más bien se trata de su condición neurótica que lo arrastra a no ver lo que tiene delante de las narices -la misteriosa mortalidad- y, a la vez, a buscar lo inalcanzable, lo imposible, lo que no existe: la dichosa inmortalidad.

 La neurosis, en primera y en última instancia, no es un problema de desconocimiento, de ignorancia de la verdad, de craso error, sino de recursos simbólicos. Marco Flaminio Rufo-Homero-Joseph Cartaphilus-Borges, cuatro en uno, uno en cuatro, no son el paradigma de la equivocación, de la errancia, sino de lo paupérrimo, lo misérrimo, de la escasez, la pobreza de recursos significantes, que los lleva a entregarse, como tabla de salvación, a la fascinación de un ideal (como puede ser el de la Inmortalidad, con la I mayúscula del Ideal). 

 Estos personajes, cada uno de su padre y de su madre, se melancolizan a causa de su condición mortal, irrebasablemente temporal, entregándose al sueño vano y estéril de la inmortalidad, por no contar con los medios simbólicos que les permitiría nombrar, a-preciar, a-graciar, ese ágalma, ese objeto precioso, por guardar un vacío, que es el significante de la muerte (pilar de la vida), a la que, gracias al psicoanálisis, a su operativa significante, la reconocemos como portadora de la castración, o, dicho en Román paladino, en el lenguaje del inconsciente: deudora de un deseo de muerte, cuyo objeto es la falta constituyente, sobre la que se sostiene el deseo (como las dos columnas huecas del Templo de Salomón, que no soportan nada).

 Por su neurosis galopante, Marco F. Rufo, el representante de la representación de los dos escritores (Homero y Borges), y del librero de Esmirna, toma las de Villadiego, viento en popa a toda marcha, y, en una elección forzada, decide transitar por la vía más penosa, sufriente, impracticable, cargada de un goce mórbido, que es la del síntoma de la inmortalidad.

 Yo apostaría, sin poner la mano en el fuego, que, tratándose del significante de la muerte (castración), y, de la inmortalidad yoica, perennemente narcisista, lo que está en juego es una estructura obsesiva: la inmortalidad del Ser es un compendio fantasmático de todos los mecanismos defensivos de la neurosis obsesiva: anulación, aislamiento, duda, desexualización, desagregación, etc. 

 Haciendo un fácil juego de palabras, la verdad (o la mentira) es que Rufo se muestra de lo más obtuso (Rufo el obtuso) cuando elige la vía cerrada, sintomática, gozosamente sufriente, de la inmortalidad, en vez de adentrarse, de avanzar, por el filo cortante de la letreé, de la carta: Cartaphilus o cartafilo, que, en su giro, como quien dice un giro postal, en su torcedura o esguince, en su invaginación o vana imaginación, en su pliegue o pliego, nos lleva por el camino más directo, utilizando el código postal (11010011…) a la mortalidad ( la falta simbólica: la deuda de amor con el padre).

 Hablemos de lo que hay que hablar, y, de la forma como hay que hablar (sin miedo a meter la pata, a equivocarse, a decir una cosa por otra): del síntoma de la inmortalidad, que se sostiene en la renegación del corte temporal (significante), ese corte operativo que deja, como cicatriz, la hendidura castrativa.

 ¿Qué es la inmortalidad?: un síntoma. Su fundamento es un error de cálculo del sujeto.

 ¿Qué estructura tiene el síntoma de la inmortalidad?: una que es, eminentemente, gloriosamente, magníficamente, soberbiamente, idealmente, narcisística (la megalomanía yoica); una que repudia el no-ser, o, mejor, el deser.

 El así llamado síntoma de la mortal-inmortalidad se sostiene en un fantasma del Ser (con S mayúscula), en un goce ontológico o metafísico, que abole, deroga (hasta nueva orden), la castración simbólica, la falta-en-ser.

 Este puede ser su matema:

  S <> i [a]… deseo de inmortalidad

 A través de este fantasma uno no quiere dejar de ser uno, rechaza la división, pretende ilusamente inmortalizarse para dejar de ser Otro (Je est un Autre).

 El tiempo de la inmortalidad es circular por razones ontológicas y geométricas: la esfericidad del yo, que persigue su autoabastecimiento, su atemporalidad, su autonomía, su libertad, su independencia, su aislamiento monádico. 

 A M. F. Rufo se le puede aplicar el refrán: Ir por lana y salir trasquilado. Para nuestro tema: Ir por la lana de la inmortalidad y salir en cueros, sin la lana ni de la inmortalidad ni de la mortalidad.

 También habría que señalarle al no-incauto de Rufo (Los no-incautos yerran o erran): Más vale pájaro en mano que ciento volando. Para el asunto que nos traemos entre manos: Más vale el humilde pajarito mortal, que emite dulces y callados trinos, que toda una pajarería llena de los negros y siniestros pájaros de la inmortalidad.

 Como no hay dos sin tres: Más vale lo malo conocido (la mortalidad) que lo bueno por conocer o por desconocer (la inmortalidad).

La cuarta nota de esta sinfonía de los últimos tiempos de la mortalidad y de la inmortalidad: Salir de Málaga (la mortalidad) para llegar a Malagón (la inmortalidad).

 En lenguaje psicoanalítico no se puede dejar de decir que más vale el mal desconocido de la mortalidad (más por desconocido que por malo), que, se adscribe, en su universalidadTodos los hombres son mortales-, en su renombrada inevitabilidad, a lo más particular del deseo –Rufo es mortal-, del Che Vuoi, que el bien de lo más capcioso de la inmortalidad (la falsa promesa de los dioses irracionales).

 Insistimos, más vale lo malo del deseo desconocido, lo más enigmático del significante de la muerte, que lo bueno por conocer de la inmortalidad (que, como La Mujer, no existe), aunque ésta se nos presente como el Soberano Bien, en su promesa de un goce total, ilimitado, interminable, sin tacha, no horadado, no fisurado. 

 En El inmortal de Borges, el delirio de inmortalidad, es lo que dice que es, un delirio, una formación psicótica, que eclosiona desde una elección del sujeto (la insondable decisión del ser), que, a partir de la verwerfüng de la falta castrativa, de la forclusión del doble corte temporal (del deseo y del significante), le aboca a lo peor, al goce mortífero, del que hace semblante el laberinto y la Ciudad de los Inmortales (diseñada por Homero).

 La Ciudad de los Inmortales, construida por los dioses locos, irracionales, encarna al Otro de la psicosis, absolutamente arbitrario (sus detalles constructivos, carentes de cualquier fin, la hacen inhabitable), que no está atravesado por la ley, hendido por el deseo (causado por la pérdida del objeto @).    

 La Ciudad de los Inmortales es un inmenso y monstruoso altar en el que se ofrecen holocaustos humanos a los dioses oscuros. Al igual que en la melancolía la sombra del objeto la cubre totalmente como si se tratase de un gigantesco sudario. 

 A ese mal desconocido o a lo malo conocido lo podemos bautizar como la Instancia de la muerte, que, es, en el fondo, lo más desconocido del deseo, lo más ajeno de lo más íntimo, en pocas palabras, el enigma de la castración, entendida como hay que entenderla: la castración en el Otro

 La castración en el Otro, al anudarse con la ley, evita ese imperativo atroz que llama a repararla con el sacrificio de nuestro deseo, con el ofrecimiento de nuestra propia castración, de nuestro dolor gozoso. 

 En el hueco de la ley lo que deja oír su voz es una interrogación que resuena sin desfallecer en el tiempo de la angustia: la pregunta por el deseo del Otro: ¿Qué quiere?; cuyo más recóndito y oculto secreto es el objeto @, el objeto perdido.

 Este objeto no se encuentra en la Ciudad de los Inmortales, donde nada se le ha perdido, sino en la Casa del Padre, donde tiene todas las de perder.

 El lugar de la muerte, desde el psicoanálisis, se puede asimilar al ombligo del sueño freudiano, ese lugar incluido y a la vez excluido en la trama de los significantes del sueño, que se manifiesta como un agujero en el saber: lo no-conocido (unnerkant), el lugar de falta real, irreductible a lo simbólico, donde se sostiene toda la urdimbre de los significantes del sueño (no-sabidos y no-pensados).

 Desde el lugar de lo no-conocido se eleva el deseo inconsciente del sueño como el hongo de su micelio.

 ¿Por qué M. F. Rufo, alias Cartaphilus, Homero, Borges, busca la inmortalidad, que hemos descrito como una vía sintomática, portadora de un goce extraordinariamente sufriente, excesivo? No porque tengan un problema con el significante de la muerte, que, al fin y al cabo, es ley de vida, condición necesaria, límite irrebasable; su asunto candente, lo que verdaderamente los quema, pasa por el deseo, por la falta castrativa, por el corte temporal.

 La cuestión decisiva no es la ganancia vana y estúpida de una inmortalidad estúpida y vana, tan vacía como está la existencia mortal de M. F. Rufo; la cuestión es si este tribuno, abandonando sus oropeles, galas y prestigios, puede acceder, en su condición de sujeto, a la pérdida constituyente; en resumidas cuentas, si puede reconocerse como sujeto del deseo desde la afirmación (bejahung) de la castración, de la falta constituyente.

 La mortalidad se puede identificar al Hay objeto del deseo, a la afirmación (bejahung) de la falta constituyente, al sometimiento a la ley de la castración (que, al nombrar el goce, lo extravía, lo pierde).

 La inmortalidad se puede asimilar al No hay objeto del deseo, a la forclusión (verwerfüng) de la falta constituyente, a la renegación (verleugnung) y la rebeldía frente a la castración simbólica (para no renunciar a la cuota de goce que todo ciudadano del logos debe pagar).

 La mortalidad (aunque su tiempo sea finito, limitado), si está despojada del corte temporal, vacía, carente del objeto del deseo, es tan mortífera, tan tanática, como la inmortalidad en su tiempo infinito, ilimitado.

 ¿Dónde está el amor, la mujer, el deseo carnal, lo real del goce, en las vidas des-carnadas y paralelas (Plutarco dixit) de Homero (el literato), M. F. Rufo (el hombre de acción), y Borges (el urdidor de fábulas)?

 La inmortalidad, enfrentada o en oposición a lo real del goce, a las manifestaciones de la pulsión del cuerpo, no deja de ser un ideal que vela la condición real, fallida, del parlêtre.

 Homero y M. F. Rufo huyen, escapan, del desamparo, del desvalimiento, del hilflosigkeit constituyente del sujeto de la palabra, buscando el amparo, el refugio, la cobertura, de un ideal de inmortalidad, tan omnipotente, imaginario, neurótico, como el de La Mujer que no existe.

 La inmortalidad representa el ideal de un Otro no-tachado, completo, sin falla (no fallado por el significante).

 En cambio, la mortalidad implica esa situación límite del hilflosigkeit, determinada por la relación con un Otro dividido por la spaltüng significante, horadado por la falta, causado en su deseo por el objeto @. 

 La inmortalidad es un objeto patológico que se sustenta en:

 (I) Una patología del ideal

 (II) Un fantasma, neurótico o perverso, que apunta al señuelo del Ser, al discurso ontológico.

 Es curioso, Homero, es el arquitecto, el diseñador de La Ciudad de los Inmortales, la misma que lo atrapa, que, literalmente, lo devora, en sus laberintos mortíferos (fábrica de los dioses locos e irracionales), en su alteridad de M. F. Rufo (su heterónimo). 

 Hay dos Homeros:

  (I) El escritor, el autor de la Ilíada y de la Odisea.

  (II) El arquitecto de la aborrecible Ciudad de los Inmortales.

 Curiosamente, en una vertiginosa paradoja, el primero, el creador, es mortal, en cambio, el arquitecto chiflado, es inmortal.

 Homero, sin necesidad de abandonar su condición mortal, incluso se podría decir que, gracias a ella, se convierte en inmortal (¡gracias a la mediación de su obra!).

 Cuando Homero abandona su condición mortal, fallada y fallida, para aposentar sus posaderas en la inmortalidad, se convierte en un bufón, en una especie de rana o de ratón, que diseña una ratonera para torpes ranas inmortales. 

 La inmortalidad, en vez de inmortalizarlo, lo degrada, lo rebaja, lo somete a un proceso de regresión acelerada (hasta el punto de que pierde la función de la palabra).

 Insistimos, hay dos Homeros, que lo dividen como sujeto:

(I) Homero, el maestro, el maître de la palabra.

(II) El otro Homero, el dios loco, irracional, que produce un objeto siniestro, unheimlich, sin falta y sin fin, es decir, sin corte temporal: La Ciudad de los Inmortales.

   La inmortalidad, en contra de las apariencias, no se opone a la mortalidad, sino a la castración, mejor dicho, al deseo de castración o deseo de muerte, como de-nominaciones del deseo del Otro.

  Cualquier ideal, suficientemente fuerte, fascinante, como puede ser el de la inmortalidad, tiene la función de velar, de recubrir, ese vacío radical, el de la falta-en ser. Se sustenta en un no querer saber nada, en el sentido de la verwerfüng, de la condición mortal, deseante, del sujeto, que encuentra su pliegue en la correspondiente condición faltante, castrada, del Otro.

 El camino de ida y vuelta de M. F. Rufo de la mortalidad a la inmortalidad no es otra cosa que la huida maníaca de un sujeto que trata de alejarse de la castración, estableciendo con ella un alejamiento infinito en un tiempo interminable; en resumidas cuentas, para ir directamente al grano, se instala, lo más confortablemente posible, en el no-tiempo, en la atemporalidad, que repudia el deseo, que descree (unglauben) del corte del significante. 

 Para lograr este objetivo de matar dos pájaros de un tiro, el del deseo y el de la temporalidad, el de la temporalidad del deseo, no es necesario, como hace M. F. Rufo, trasladarse al centro de un desierto recóndito, irse a las chimbambas; allí mismo, en Tebas, cualquiera puede convertirse en inmortal, acudiendo al sencillo expediente de abominar de la hendidura castrativa, de la ley del deseo, eminentemente significante y temporal.

 En cambio, el psicoanálisis, a través del acto analítico en transferencia, en su ditmensión tercera, propone un acercamiento infinitesimal al límite imposible de lo real.

 El retorno de M. F. Rufo de la inmortalidad a una nueva mortalidad que conceda su lugar al deseo, supone:

 (I) Un cambio de posición subjetiva: del modo de goce.

 (II) El duelo por el ideal caído.

 (III) Un cambio de discurso.

 (IV) La aceptación del desamparo, del hilflosigkeit, indisociable del encuentro azaroso, tíquico, con lo real traumático (con el goce de-más y de-menos).

 El ideal, como el de la inmortalidad, en su dimensión ontológica, no-fallida, vela, tapa, ocluye, el dolor de existir.

 Tanto Homero como M. F. Rufo no tienen una mujer que les proporcione lo que verdaderamente necesitan, el nada de la mortalidad, oséase, un goce. Les falta una tejedora que los anude con y en el tiempo de la existencia (de Borges no lo sabemos, aunque lo sospechamos).

 La enfermedad del Ser (con su contracara de la melancolía) solo puede ser curada por una mujer con la medicina de la existencia, con el remedio infalible del anudamiento triple, del tejido vincular, borromeano.

 ¿Qué les pasa a este trío de ases en busca de la dama de la baraja?

 ¿Tendrán el mismo problema que Freud con la cuestión, para él irresoluble, nunca cerrada, non liquet (por su condición líquida), del goce femenino? ¿Con esa pregunta que, Freud, a pesar de todos sus esfuerzos, que lo llevaron a la invención del psicoanálisis, nunca pudo resolver (según le comunicó a la Princesa Marie Bonaparte o de Lucinge)?: ¿Qué quiere una mujer?

 De una histérica, ya sabemos lo que quiere: un deseo insatisfecho.

 De una mujer no sabemos lo que quiere porque desea una nada, esa misma que Dora sitúa al lado de la Signora K, y que el metepatas, Míster K se carga con la frase infausta: “Mi mujer no significa nada para mí”. En otra versión: “Al lado de mi mujer no hay nada” (bofetón al punto: si falta la nada, si falta la falta, usted no me sirve para nada). 

 Homero, mejor dicho, Borges, como hombre de letras, aspira a la inmortalidad a través de su obra. 

 En el ámbito del más puro pensamiento, de la especulación, de la fabulación, de la invención narrativa, es un auténtico genio, un maestro de las palabras. De hecho, en el cuento, Borges-narrador, no deja de mostrar una sana envidia con respecto a esos trogloditas (entre ellos Homero) que han renunciado a toda obra, a cualquier género de hazaña en el mundo exterior, y se han retirado a sus fosas comunes para dedicarse a la pura especulación.

 El mismo Homero-Borges, ya no como literato, sino como hombre de acción que, para ser considerado como tal, tiene que poner en acto el cuerpo, para así poder actuar como un valiente y alcanzar la felicidad, la gloria de la inmortalidad, en el campo de batalla, es un fracasado, al igual que M. F. Rufo, el cual, en las guerras egipcias, no pudo vislumbrar el rostro de Marte.

 Pero ya que estamos en estas, intentando anudar la letra con el cuerpo, no podemos dejar de preguntarnos de nuevo por la mujer: ¿Qué pasó con Cecilia Ingenieros, la prometida de Borges, a la que casi como un epitafio, in extremis o en extrema-unción, le dedica este relato –“A Cecilia Ingenieros”-, esa mujer que, un buen día, a lo mejor como sugerencia indirecta, le contó la historia trágica de otra mujer, que podía ser ella misma, que perdió su virginidad con un desconocido?

 Vayamos a descubrir a Cecilia en una referencia biográfica: 

 “Cecilia Ingenieros era hija de José Ingenieros, el filósofo positivista argentino. La conoció en 1939, en una reunión de la que salieron juntos por casualidad. Descubrieron que eran vecinos y que les gustaba caminar. La pretendió entre 1941 y 1943. Yo estaba perdidamente enamorado de ella y las cosas marchaban bastante bien. Juntos planeamos un viaje a Europa. Nos casaríamos allí; esa era la idea. Pero un día nos encontramos en una confitería del Centro y Cecilia me dijo: <<Dentro de dos semanas me voy a Europa>>. Nos vamos, querrás decir, la corregí yo. <<No, me voy sola. He decidido no casarme con vos>>. Y allí se acabó el noviazgo. Cecilia, que era bailarina, se fue a EE. UU. A estudiar con Martha Graham y luego se casó y dejó el baile para dedicarse a la egiptología. Cecilia fue quien propuso a Borges el tema de <<Emma Zunz>>, historia de una venganza ejecutada a través de una falsa violación. Y él la escribió para complacerla. Pero a ella no le gustó que hiciera judíos a los personajes. Borges le contestó que los hizo judíos porque el argumento era raro y ocurre en Buenos Aires, y que la gente iba a admitirlo con más facilidad <<si se trataba de judíos>>. También decidió que el personaje femenino debía ser frígida (un tema del que Borges sabía poco) para subrayar su sacrificio. En el momento en que Emma Zunz se va a entregar al marinero que será el instrumento de su venganza, Borges escribe: <<Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho a su madre la cosa horrible que ahora a ella le hacían>>”. (https://www.geni.com/people/Cecilia Ingenieros/6000000027971060319) 

 Homero-Borges: No tiene problemas con la literatura, con la escritura, con el encadenamiento de las letras. 

 M. F. Rufo-Borges: Tiene problemas con las guerras egipcias en las que el oponente es una mujer. Es curioso, pero, en El Inmortal, se hace referencia a las guerras egipcias sabiendo que Cecilia abandona a Borges para estudiar danza árabe o egiptología. ¿En dónde? ¡Oh casualidad, en Egipto!

 Frente al ideal, ya sea el de la inmortalidad o el del amor enloquecido a La Mujer que no-existe, no-tachada, no dejaremos de asomarnos, en el entreacto, al encuentro fallido con lo real, desde el desfallecimiento y el desamparo, al encuentro con el goce notodo de una mujer (de la mujer una por una).

 El encuentro fallido con lo real produce un goce finito, causado por un objeto @, el objeto de la pulsión.

 La primera parte del recorrido de M. F. Rufo, a través de ese desierto abrasador, desertificado, anticipa, como un ligero aperitivo, el horror de la inmortalidad, ya que, dando tumbos, rebotando de aquí para allá, como hoja con la que juega el viento, se encuentra, por primera vez, aunque pasa de largo, con los malhadados trogloditas (cuyo aspecto desastrado y desastroso no permite suponer en ellos ninguna virtud inmortal), además de otros pueblos monstruosos, vecinos de los anteriores. Se trata de pueblos sin cultura, tradición, mitos, leyendas, escritura, enterramientos, todo aquello que caracteriza a los hablanteseres, precisamente porque lo que tienen en común, lo que los hermana (es un decir porque carecen de vínculos de parentesco), es su regresión a un estado preverbal.

 Toda esa primera parte del recorrido hacia la inmortalidad está presidido por un real no simbolizado que se manifiesta en el asedio y la amenaza continuos de la enfermedad, la locura y la muerte. 

 El primer sueño:

 M. F. Rufo, agotado, al borde de la muerte, abandonado por todos, está metido en un laberinto (nunca mejor dicho): el de la inmortalidad: que tiene una entrada pero carece de salida.

 En el centro del laberinto hay un cántaro. Suponemos que el cántaro está lleno de agua (el tribuno se muere de sed en medio del desierto). Es evidente que este líquido elemento no puede proceder más que del río de la inmortalidad. Si lo alcanza, se convertirá en inmortal (no sabe que eso es lo peor que le puede pasar).

 El sueño es un aviso, una advertencia a navegantes. La inmortalidad, como cualquier ideal, es inalcanzable. No solo eso, su búsqueda es enajenante y mortificante, debido a que nos despoja radicalmente de nuestro deseo. En ese momento, cuando sus dedos están a punto de tocar el objeto anhelado, la mortalidad, en su función de corte, de discontinuidad en el tiempo, se hace presente, salvándole del horror y del espanto (a pesar de ello, el don de la castración es recibido por el tribuno como una desgracia insoportable):

 “(…) mis manos casi lo tocaban, mis ojos lo veían, pero tan intrincadas y perplejas eran las curvas (¡agárrense que vienen curvas!) que yo sabía que iba a morir antes de alcanzarlo” (¡bendita muerte que me salva de ser devorado, hasta los restos, por el ideal mortífero!).

 Ese cántaro, que está en el centro del laberinto, con sus vueltas y revueltas, es como el objeto @, que está ubicado en el agujero central, éxtimo, del deseo, del toro (el objeto topológico).

 Por muchas vueltas y revueltas que uno dé alrededor de este laberinto que se configura como el alma -mater o páter- del toro, las vueltas revolucionarias de la demanda nunca alcanzarán ese agujero central, solo podrán rodearlo, gracias a esa vuelta de más, nunca contabilizada (-1), la del deseo.

 Hay que decir que, con este sueño, se cumple el dicho muy bien dicho de que Tanto va el cántaro a la fuente (de la inmortalidad) que, al fin, se rompe, se descaraja todo.

 Y, si no hay cántaro, no hay agua…

 Y, si no hay objeto @, causa del deseo, no hay sujeto del deseo…

 Conclusión para navegantes que aspiran a seguir navegando por las procelosas y bravas aguas de la existencia, siempre a punto de naufragar: es necesario, vital, imprescindible, cuidar, preservar, proteger el cántaro, sobre todo lo más imperceptible de él, lo invisible, intangible: ¡su vacío!

 A M. F. Rufo y a Homero, después de rogar mucho, in artículo mortis, se les concede su deseo de inmortalidad (o, mejor dicho, el goce de la inmortalidad). Aquí empieza la segunda parte del problema: “Ahora que somos inmortales, que tenemos todo el tiempo del mundo, por arrobas, que no nos falta ni un segundo, ni el más mínimo instante, ¿a qué nos vamos a dedicar?, ¿en qué vamos a emplear nuestro tiempo? Resulta que, como nos sobra el tiempo, lo único que podemos hacer con ese tiempo, hecho de atemporalidad, es desperdiciarlo, tirarlo por la borda, arrojarlo al vacío, perderlo. Pero, precisamente esto, lo que querríamos hacer con nuestro tiempo, que ya no es nuestro, del que hemos sido enajenados, es lo único que no podemos hacer, porque, cómo perder el tiempo, si, al tener todo el tiempo, al habernos instalados en la eternidad, ya no hay tiempo que perder”.

 ¿A qué les confronta su lograda inmortalidad a Homero y a M. F. Rufo? Al horror más absoluto, a la angustia más atroz, precisamente porque les falta la falta.

 II) El sueño de la Inyección de Irma

 ¡Qué Dios o Freud nos ayude!

 En el famosos sueño de la inyección de Irma, Freud, quiere, a costa de lo que sea, por las buenas o las malas, que, Irma, la no tan dulce, o la notodo dulce, abra (habla) la boca, y, que, por fin, at last, le diga lo que él, ardientemente, impulsado por su deseo de saber, quiere saber, aunque, como la verdad es mentirosa -no la verdad verdadera-, y solo se puede decir a medias, notoda, la pregunta no deja de insistir: ¿Qué quiere una mujer? 

 “Por favor, Misses Irma, dígame, si es tan amable, sin necesidad de forzarla, de forcejear con usted, lo único que verdaderamente deseo saber, aquello, el enigma de la esfinge, que, como dice mi amigo Lacan, está articulado pero no es articulable. ¡Se lo ruego por lo más sagrado, muéstreme el rostro de la verdad! (¿pero la verdad tiene rostro?)”.

 A Freud, en su sueño, se le concede su deseo, que, como todo deseo que se precie, no tiene nada que ver con lo que uno quiere: Irma deja de resistirse, se entrega, abre la boca para que él pueda examinarla. Lo que va a ver en sus interioridades no le va a gustar nada.

 También a M. F. Rufo se le concede su mayor deseo: acceder a la Ciudad de los Inmortales, que, es, más o menos, como meterse en la boca del lobo.

 No es lo mismo, como es obvio, meterse en la boca del lobo que meterse en la boca de Irma, aunque aquí se puede aplicar el tanto quanto italiano (tanto como).

 Freud mira en el fondo de la garganta de Irma, previo atravesamiento de la pantalla imaginaria del fantasma, y, ahí, ¡mecachis!, resulta que no encuentra ninguna respuesta a la pregunta por el deseo de una mujer. Ahí, si se encuentra con algo, de forma totalmente fallida (porque el objeto que hallo no es el que busco), es con una mujer, o, lo que es lo mismo, con lo real de la mujer, con el goce del cuerpo, cosa no muy agradable a la vista ni atractiva desde el punto de vista estético.

 Estamos en el fondo de la garganta de Irma, en el punto opuesto al ideal femenino. Por eso, Irma, que no es tonta, no quería abrir la boca, sabía que, en ese fondo de los fondos, Freud, se iba a desengañar.

 Freud, como es obvio, se asoma a un agujero, que, en contra de lo esperable, no está vacío, sino bastante concurrido, en cuyo fondo deja ver su patita o su oreja algo que, no siendo nada, solo es posible adscribir a lo real del goce, bajo su forma corporal más informe o deforme. 

 Asistimos al encuentro traumático, en el tiempo de la angustia, del inventor del psicoanálisis con eso que la histeria se niega obstinadamente a mostrar: el @ en el lugar de la verdad. Todas las impotencias y frigideces masculinas y femeninas sean bienvenidas y bienhalladas para que ese secreto siga siendo secreto: la relación sexual no existe.

 El encuentro contingente, a la vez imposible y necesario, con lo real, traumático, del cuerpo de una mujer, le perfora a Freud hasta los tuétanos. Solo le salva la cadena significante, paterna, de la TRIMETILAMINA.

 Freud, como él mismo dice, se encuentra con algo orgánico.

 Freud ve una gran mancha blanca y escaras grisáceas diseminadas que recuerdan a los cornetes de la nariz.

 Esa mancha y esas escaras abominables, especie de residuo de no se sabe qué, restos de una experiencia de goce innombrable, al participar del silencio de las pulsiones, son realmente mudas, a pesar de que se localizan en la boca, el orificio del cuerpo que sirve para comer y para hablar, incluso para hacer una fellatio o un cunnilingus.

 Esta mancha y escaras, angustiantes y perturbadoras, traumáticas, atópicas, en las asociaciones del sueño, a través de diferentes episodios y situaciones aluden a la muerte y a la sexualidad: la difteria de su hija; la muerte de un médico amigo de Freud, por abusar de la cocaína.

 También se encuentra, en esa sopa de letras con menudillos, la relación, que no hay, loca, imposible, entre las fosas nasales y los órganos genitales femeninos, a partir de la teoría delirante -compartida en parte por Freud- de su amigo íntimo y confidente, Wilhmen Fliess, que se salta todo el cuerpo para anudar la patología de los cornetes nasales con aquello que no se inscribe en lo simbólico, lo más real de la sexualidad femenina.

 Esta relación / no relación con la muerte y el sexo a través de la pantalla fantasmática formada por esa mancha blanca y las escaras grisáceas, que suscitan, por su condición repugnante, el asco y el horror estético, y, por sus asociaciones con la muerte y con el sexo levantan las barreras del dolor y del pudor, actúan como parapeto, cortafuegos, frente a la pregunta angustiante por el deseo del Otro: ¿Qué quiere una mujer?

 También M. F. Rufo y Homero se asoman, no sin angustia, a la boca mortífera de la inmortalidad. Se trata de una boca monstruosa que, como en el grito de Munch, se acompaña de un rictus de espanto, de un grito inaudible de horror y de dolor, abriéndose pero no cerrándose.

 Las fosas comunes, las múltiples bocas abiertas del poblado de los trogloditas, desgraciadamente inmortales, porque la condición prínceps de la inmortalidad es la destrucción de los vínculos discursivos, dejan ver una multitud de agujeros, calificados de mezquinos, es decir, miserables, poco generosos, donde habitan, o, mejor, vegetan, esos semiseres, aislados del mundo, monádicos, entregados a un goce sin Otro, sin tiempo, sin presente-pasado-futuro, el goce animal del pensamiento puro, especulativo (en realidad, los trogloditas, son filósofos, animales pensantes).

 Estos trogloditas piensan pero no hablan (si alguien cree que es posible pensar sin palabras), por este motivo, por carecer de lenguaje, no ponen en acto ningún lazo social, discursivo, comunicativo, verdaderamente compartido, conjunto, movilizador y anudador de goces disímiles, de deseos diferentes.

 Además, para más inri, solo comen asquerosas serpientes crudas.

 Luego, después de haber pasado por el horror de ese poblado inmundo, poblado de espectros sin alma, de sombras cautivas de su propio reflejo vacío, se produce el encuentro con la llamada Ciudad de los Inmortales, donde lo sorprendente y pavoroso es que uno no es capaz de localizar ni un solo llamado. El motivo es que, lo que la caracteriza, es la forclusión de cualquier huella de un sujeto. A lo único que llama esta mal llamada ciudad es a abandonarla, a desalojarla, antes de haberla podido explorar, de haber recorrido sus calles des-almadas.

 La Ciudad de los Inmortales tiene dos características principales:

  • Está absolutamente inhabitada: no hay ningún rastro de vida ni de muerte en ella. No es el lugar de la vida cortada por la muerte, o, el lugar de la muerte recortada por la vida, es algo que es o todo vida (la vida absoluta: Eros disociado de la muerte) o todo muerte (la muerte absoluta: Tánatos disociado de la vida); vida sin muerte o muerte sin vida; una vida no vivible o una muerte no morible.
  • No tiene ningún fin: su arquitectura no tiene el estilo ni las medidas de lo humano, sino de los inhumano, de las proporciones gigantescas, inabarcables, inmensas, aquellas de los dioses inmortales, irracionales, totalmente ajenos al hombre, que, en su locura, no quieren saber nada del hombre (en el sentido de la verwerfüng). Su diseño carece de cualquier objetivo, está marcado por el absurdo, el sinsentido más radical. Como las escaleras invertidas, las ventanas inalcanzables, o los pasillos sin salida, que no conducen a ningún lugar. 

 Esta ciudad es como un monstruoso cuerpo teórico, despojado de alma, de cualquier atisbo de la verdad, de toda marca del goce; al modo y manera de un gigantesco armazón de saber –muerto-, que recuerda al laberinto, no horadado, de esa biblioteca infinita borgiana.

 Es una ciudad monumental, únicamente fachada, totalmente fría, como los edificios majestuosos, a la vez siniestros, de todos los totalitarismos, construidos para mayor gloria del Führer, ya se trate de los nazis o de los estalinistas.

 Edificios absolutamente congelados en el tiempo, impersonales, de-subjetivados, abstractos, habitados por la burocracia más asfixiante e inhumana. Todo impregnado del absurdo descrito por Kafka.

 La Ciudad de los Inmortales es también, casi ejemplarmente, una especie de formación obsesiva, de saber, hipertrófica; o un delirio cerrado sobre sí mismo; o un sistema filosófico, especulativo, clausurado; o una construcción religiosa, doctrinal, dogmática(la neurosis obsesiva de la humanidad). Como consecuencia, esta urbe des-almada ha perdido todo anclaje en la letra, cualquier anudamiento con la marca del goce, con el objeto @, el resto en función de causa del deseo.

 ¿Por qué relaciono la Ciudad de los Inmortales con un universo de saber despojado radicalmente de su vínculo con la verdad, con el goce?

 Hay formaciones de saber, significantes, que aspiran a la inmortalidad, a tener un lugar perenne en la aséptica eternidad de los museos. Para lograrlo, estas producciones de saber, se pulen y se estilizan para que queden inmaculadas, borrando de ellas, con el fin de convertirlas en un objeto pulcro y transparente, cualquier mácula del deseo, cualquier mancha de goce, cualquier trazo de lo real, que raye su superficie especular, que conecte al sujeto con la realidad gozosa del cuerpo.

 La aproximación-alejamiento de Borges a lo real del goce, a través del Inmortal, que es su sínthoma, es del orden de la inhibición-arrojo (parálisis-agitación) obsesivos. De hecho, para poder no-encontrarse con lo real (en su semblante de M. F. Rufo), Borges-Rufo, se tiene que desplazar a la inmortalidad, a un no-lugar, caracterizado por la imposibilidad del deseo, por lo inalcanzable del objeto (la Ciudad de los Inmortales es una ciudad de pesadilla, sin rastro del objeto del deseo, mientras que, el sujeto, está en posición de objeto de goce del Otro, de los dioses locos).

 En este acercamiento borgiano, paradójico, siempre dilatado, siempre aplazado, en círculos concéntricos, a lo real, predominan los mecanismos obsesivos del aislamiento, el desplazamiento y la anulación.

 El laberinto que se describe en los bajos fondos de la Ciudad de los Inmortales es como el laberinto subjetivo del obsesivo en su relación de imposibilidad con el deseo, en su acercamiento asintótico a lo real del goce, al núcleo o nódulo traumático.

 La Ciudad de los Inmortales es un síntoma obsesivo mayor (como el delirio de la devolución de la deuda en el Hombre de las ratas), una magna formación reactiva, de ahí el predominio del pensamiento puro en los inmortales que los aleja, en un tiempo circular, de lo real del cuerpo.

 Los mezquinos agujeros de los trogloditas se asemejan al esfínter anal, que se abre y se cierra. Los trogloditas que, en una posición de deyecto, de detrito, ocupan esos agujeros, están en el lugar del objeto de la demanda anal, el escíbalo, la mierda. La pregunta que predomina en El Inmortal es la del obsesivo: ¿Estoy muerto o vivo? (la duda mayor).

 La aproximación, el encuentro de Freud con lo real de la mujer, es más del orden del discurso de la histeria, que pone en juego la interrogación del deseo a través del cuerpo.

 Lo que predomina es la identificación histérica, el tercer modo de la identificación con el deseo del Otro (en este caso con el deseo de Irma).

 Hay toda una pléyade de síntomas conversivos.

 El agujero central es el de la castración: la boca de Irma que, si se abre (pero… ¿cuál es la llave?) enunciará la verdad sobre el deseo.

 Esos cornetes nasales tienen una función de objeto fálico.

 La mancha es la del deseo, que ensucia la imagen especular, narcisista.

 El deseo de Freud, que oscila entre tres mujeres -Irma, la amiga de Irma, y su mujer-, está marcado como deseo insatisfecho.

 La pregunta que domina es la pregunta histérica: ¿Qué quiere una mujer? 

 Está el saber del amo (S1), representado por el Dr. M, y, los amigos de Freud, Otto y Leopoldo, saber, que, por su estructura, entre lo irrisorio y lo seudocientífico, muestra su impotencia para dar cuenta de lo imposible del goce.

 La fórmula de la TRIMETILAMINA, la repetición de los treses, es la expresión más eminente del deseo del Otro, a través de esa química del significante, inconsciente, estructurada como un lenguaje. Es el saber (S2) en el lugar de la verdad tal como se ubica en el discurso del analista

  Volvamos al tribuno, y, al perro fiel de Ulises, Argos, el troglodita ilustrado, homérico.

 Entre M. F. Rufo (excelso tribuno) y Argos (troglodita degradado) se pone en juego la relación entre el amo y el esclavo.

 M. F. Rufo es el que ha arrostrado el riesgo de la muerte (para huir de la mortalidad).

 En el tiempo (¿?) de la inmortalidad, que es un sin-vivir, sin-tiempo, se va perdiendo, o, mejor, deteriorando el lenguaje y la memoria simbólica, aquello que define a un sujeto, hasta desaparecer por completo.

 M. F. Rufo se convierte en el tutor, en el preceptor del troglodita, al que, primero, trata con todo el cariño del mundo, como puede hacer un amo con su mascota, a la que, incluso, tiene la generosidad de ponerle un nombre: Argos, el perro de Ulises.

 Esto, más que Ulises, es ilusorio o Ulisorio (también irrisorio).

 Toda su relación se rige por la dialéctica amo-esclavo, sometedor-sometido, profesor-pupilo, en una nueva versión del Buen Salvaje, o Argos, o de la educación, versión de M. F. Rufosseau.

  M. F. Rufo fracasa de tal modo y manera en la educación del pobre Argos que no es capaz ni de enseñarle a que reconozca su propio nombre; el perrito faldero, tiene su dignidad, y no obedece a los llamados del amo.

 Hasta que una noche cambia todo. Una bendita lluvia cae con fuerza, empapando el mundo, inundando, con su fresca mojadura, el universo concentracionario de los trogloditas. Esa lluvia inesperada, sorprendente, que, en su condición de fenómeno meteorológico, se presenta, en su contingencia, como un real, con ese carácter de lo instantáneo, lo azaroso, lo que cesa-de-no-escribirse. Aquello que, desde La Física de Aristóteles, tiene el carácter de la tyché, que es precisamente lo que irrumpe en la existencia bajo la apariencia de lo accidental y fortuito, trastornándola, aunque siempre suponemos que ahí, latente, late el goce, en su enigmática permanencia.

 Esa lluvia que cae tal noche, cuando nadie lo espera, es un real tíchico, la irrupción de un goce que impacta en el cuerpo, dejando como secuela una marca literal, la de un aguacero fechado, inscripto en el memorial del pueblo de los trogloditas (los inventores de la primera arquitectura, la más subterránea, la de las cuevas y las cavernas).

 La lluvia es contingente en el sentido de lo que puede suceder o no; algo que es probable que ocurra, aunque no se tiene una certeza absoluta al respecto.

 Esa lluvia que les despierta, que les hace salir de su ensimismamiento, de sus nichos pensantes, pertenece a la dimensión del encuentro, pero de un encuentro fallido con lo real (encuentro notodo, que deja un resto en forma de plus de goce). Se trata de un goce emanado del agua, con ese carácter de la materia líquida que expresaron los físicos presocráticos. Lo líquido, en su materialidad fluida, ligera, suave y deslizante, envuelve el cuerpo, lo moja, refresca, empapa, inunda.

 Ya lo planteó Tales de Mileto: “(…) es el primer griego que admite una causa natural de las cosas. Para Tales <<todo procede del agua>>; esta afirmación implica la idea de la unidad de todas las cosas; hay, por lo tanto, dos novedades decisivas: a) que todas las cosas tienen un común y natural origen b) la idea de que tras los cambios de los fenómenos se oculta un principio común a todas las cosas e invariable (Arjé)” (https://www.edu.xunta.gal › centros › Presocráticos).

 Marco F. Rufo, antes de despertarse con la caída de la lluvia, con su golpeteo rítmico-arrítmico, continuo-discontinuo, y, salir a mojarse, a saludarla, para recibir las gracias caídas del cielo, su don amoroso, su fertilidad, la abundancia de sus frutos, tiene un sueño premonitorio en el que aparece un río de Tesalia (región griega) que venía a rescatarle de la inmortalidad (suponemos que es un río de su patria natal, las aguas inolvidables, amnióticas, que bañaron su infancia).

 Este río, sus aguas, es el afluente salvífico, fluente, como el tiempo, que borra la inmortalidad (la estasis mortífera).

 El río principal de Tesalia, al norte de Grecia, es el Peneo (o Peneus, en su forma latinizada); por lo tanto, tiene valor fálico, de falta, de deseo.

 En su sueño, a este río que venía a rescatarle -¡de la inmortalidad!-, el tribuno-atribulado le había restituido un pez de oro.

 Evidentemente, este pez de oro es un ágalma.

 Este es un término griego que puede traducirse como: “ornamento, tesoro, objeto de ofrenda a los dioses, o, de manera más abstracta, como valor”.

 Paradójicamente, lo que se capta, después de esta visita turística a la Ciudad de los Inmortales, es que la mortalidad tiene un valor, es un objeto agalmático, y, en cambio, la inmortalidad carece de todo valor, es un objeto despreciable, degradado. Esta diferencia radical entre la mortalidad y la inmortalidad depende del valor agalmático de la falta: 

  • La mortalidad es con falta, con corte temporal (significante), con deseo. 
  • La inmortalidad es sin falta, sin corte temporal, sin deseo.

 Este pez de oro, que vuelve a nadar en lo profundo del río cuyas aguas proporcionan el valor inigualable y único de la mortalidad (el significante de la muerte), en su valor agalmático, representa, encarna, al objeto @, al objeto causa del deseo (del Sujeto y del Otro).

 Lo que está forcluido en el siniestro Reino de los Inmortales es la causa del deseo, el efecto prínceps del corte significante sobre el organismo, que separa el goce parásito del cuerpo, el cual, en el cuento de Borges, se describe como el goce del pensamiento puro -sin mancha, sin tara, sin defecto-, el goce mortífero de la pura especulación, que ha perdido su anclaje en lo real, habiéndose transformado en un imaginario infinito o en un simbólico sin límites.

 Esta asociación entre el río de Tesalia y el pez de oro me parece muy importante porque relaciona las aguas que conceden el don de la mortalidad (de la falta), con el objeto @, que tiene ese carácter de resto, de pérdida irrecuperable, de objeto que cae del cuerpo y se reintegra al flujo continuo-discontinuo, temporal, de la existencia. 

 En cambio, la inmortalidad, a través de ese tiempo mítico de la rueda de las religiones del Indostán, circular y eterno, en el que todo se equilibra, se compensa, se transforma en su contrario (la virtud en vicio, la cobardía en valentía), se organiza en pares opositivos de significantes, llegando hasta el famoso corolario de la doctrina de la inmortalidad por el cual, necesariamente, si hay un río cuyas aguas proporcionan la inmortalidad, debe haber otro que la borre. Esto es lo que organiza la diáspora, el éxodo de los inmortales en busca de la tierra prometida.

 Esto quiere decir que la inmortalidad, a diferencia del encuentro mortal, fallido (generador de un resto) con lo real (el goce), tíchico (contingente), es del orden del Automatón aristotélico, del automatismo o compulsión de repetición freudiano, aquello que Lacan llama la repetición o insistencia de los signos, el retorno de los significantes.

 Ese objeto agalmático, el @, el pez de oro, del que el tribuno se desprende, cede al gran río de la vida y de la muerte, cuyas aguas están hechas de pulsión de vida (Eros) y de pulsión de muerte (Tánatos), así como ese goce de la lluvia sobre el cuerpo, el otro goce, es lo que permite que Argos encuentre el nudo que lo anuda a su nombre propio y a su historia:

 El troglodita inmortal es Argos… Argos, perro tirado en el estiércol, es el perro de Ulises… Ulises es el protagonista de la Odisea… Yo soy Homero, el autor de la Odisea.

 Lo fundamental, en esa recuperación, sincrónica, de la memoria histórica y del lenguaje, es ese goce de la lluvia, compartido por toda la tribu, conjunto, borromeano, que los anuda en un lazo social, en un vínculo de deseo:

 “(…) bajo las nubes amarillas la tribu, no menos dichosa que yo, se ofrecía a los vívidos aguaceros en una especie de éxtasis. Parecían Coribantes a quienes posee la divinidad. Argos, puestos los ojos en la esfera, gemía; raudales le rodaban por la cara; no solo de agua, sino (después lo supe) de lágrimas. Argos, le grité, Argos.

 Entonces, con mansa admiración, como si descubriera una cosa perdida y olvidada hace mucho tiempo, Argos balbuceó estas palabras: <<Argos, perro de Ulises>>. Y después, también sin mirarme: <<Este perro tirado en el estiércol>>.

 Fácilmente aceptamos la realidad, acaso porque intuimos que nada es real. Le pregunté qué sabía de la Odisea. La práctica del griego le era penosa; tuve que repetir la pregunta.

 <<Muy poco, dijo. Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé>>” (El Inmortal; J. L. Borges; óp. cit.).

 El sueño: “Padre, ¿acaso no ves que estoy ardiendo?”

 Unas pocas referencias a este sueño, manchas de color, trazos impresionistas.

 Este sueño enigmático está situado al principio, en el pórtico de entrada, del Capítulo Séptimo de La Interpretación de los sueños: La psicología de los procesos oníricos (La interpretación de los sueños, 1900; Freud, Sigmund; Obras completas de Sigmund Freud; Traducción José Luis Etcheverry; Buenos Aires & Madrid: Amorrortu Editores.

 Se trata del sueño que sueña un padre que está velando a su hijo muerto.

 Se ha retirado a descansar a la habitación contigua.

 Ha dejado en su lugar, mientras duerme un poco, a un anciano que también es vencido por el sueño.

 El padre ha estado cuidando a su hijo enfermo día y noche.

 Entre las dos salas, la puerta está entre abierta, entra el resplandor de las velas.

 La pregunta es: ¿Qué despierta? 

 Todavía más: ¿Qué despierta a lo real?

 El padre soñó que:

 “Un anciano, a quien se le encargó vigilarlo, se sentó próximo al cadáver, murmurando oraciones. Luego de dormir algunas horas el padre sueña que su hijo está de pie junto a su cama, le toma el brazo y le susurra este reproche: <<Padre, entonces ¿no ves que estoy ardiendo?>>”

 En ese momento se despierta.

 Un gran resplandor le alcanza desde la habitación vecina.

 El anciano a cargo se ha dormido.

 Un velón ha caído sobre el féretro y quema la manga de la mortaja.

 ¿Qué despierta?

 Lacan plantea que el despertar a lo real es de una dimensión distinta de ese despertar (entre comillas) a la realidad en la que el mundo de la representación se reorganiza alrededor de la conciencia.

 El despertar a lo real se produce dentro del propio sueño, en el proceso primario.

 Lo que despierta a lo real son las palabras del hijo en su sueño: “El contenido del sueño debe hallarse sobredeterminado. Las palabras del niño habrán de proceder de otras pronunciadas en la vida real y que causaron un intenso efecto en el padre. La queja <<estoy ardiendo>> pudo ser pronunciada por el niño bajo los efectos de la fiebre. El <<¿No lo ves?>>, aludiría a otra ocasión, desconocida, pero saturada de afecto”.

 ¿Qué despierta? ¿El sonido de la caída del velón? ¿El resplandor de la llama?

 Para Lacan, lo que despierta es, en el propio sueño, la otra realidad.

 Lo que despierta a lo real a ese padre son esas palabras del hijo: “Padre, entonces ¿no ves que estoy ardiendo?”.

 Esta frase evoca la causa de la fiebre, la realidad fallida que causó la muerte del hijo.

 Dice Lacan: “(…) ¿El sueño que prosigue no es esencialmente, valga la expresión, el homenaje a la realidad fallida? -la realidad que ya solo puede hacerse repitiéndose indefinidamente, en un despertar indefinidamente nunca alcanzado.

 (…) Así el encuentro, siempre fallido, se dio entre el sueño y el despertar, entre quien sigue durmiendo y cuyo sueño no sabremos, y quien solo soñó para no despertar.

 (…) Y no es que en el sueño se afirme que el hijo aún vive. Sino que el niño muerto que toma a su padre por el brazo, visión atroz, designa un más allá que se hace oír en el sueño. En él, el deseo se presentifica en la pérdida del objeto, ilustrada en su punto más cruel. (…) nadie puede decir qué es la muerte de un niño -salvo el padre en tanto padre- es decir, ningún ser consciente. 

 Porque la verdadera fórmula del ateísmo no es <<Dios ha muerto>> (…) la verdadera fórmula del ateísmo es <<Dios es inconsciente>>.

 (…) en ese mundo sumido en el sueño, sólo su voz se hizo oír: <<Padre, ¿acaso no ves que ardo?>>. La frase misma es una tea -por sí sola prende fuego a lo que toca, y no vemos lo que quema, porque la llama nos encandila ante el hecho de que el fuego alcanza lo <<Unterlegt>>, lo <<Untertragen>>, lo real”. (El Seminario de Jacques Lacan; Libro 11; Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, 1964; Ediciones Paidós; 1ª edición en España, 1987).

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