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Pedro Páramo, Comala, Juan Rulfo, Joaquín Sabina, las voces muertas, el canto a la mujer amada, y otras notas psicoanalíticas… (Parte I) (Anexos al Seminario)

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En una canción muy conocida de Joaquín Sabina, que se llama “Peces de Ciudad”1, aparece una referencia enigmática a Comala, el mítico pueblo perdido del escritor mexicano Juan Rulfo, ese lugar de añoranza y de muerte, también de vida, de Eros y Tánatos, que es el protagonista principal de su emblemática obra: “Pedro Páramo”2.

En primer lugar, transcribiré la parte de la canción donde se nombra a ese pueblo innombrable que es Comala:

(…) El dorado era un champú
La virtud, unos brazos en cruz
El pecado, una página web

En Comala, comprendí
Que al lugar donde has sido feliz
No debieras tratar de volver

Cuando en vuelo regular
Pisé el cielo de Madrid
Me esperaba una recién casada
Que no se acordaba de mí…”

¿A qué alude la Comala de Joaquín Sabina?

Esta composición musical habla del desengaño en el amor, de los amores perdidos, del encuentro con esas mujeres que lo prometieron todo para, después, abandonarnos, olvidarse de nosotros, dejándonos sumidos en la desesperación, el dolor de la pérdida, la añoranza y la soledad:

“Se peinaba a lo garçon
La viajera que quiso enseñarme a besar
En la Gare d’Austerlitz

Primavera de un amor
Amarillo y frugal como el Sol
Del veranillo de San Martín…”

El amor es un “Veranillo de San Martín”, ese episodio meteorológico pasajero, efímero, engañoso, ilusorio, condenado a una rápida extinción, que promete lo que no puede dar; calorcillo a extiempo, que, en pleno otoño, la antesala del invierno, la estación de la caída de las hojas, del marchitamiento, el apagamiento, la decadencia de la naturaleza, de repente nos ilumina y nos calienta con el sol amarillo y frugal de ese veranillo a contratiempo que, más pronto que tarde, de forma inevitable, desaparecerá como una estrella fugaz, dando paso a los rigores del frío y oscuro invierno.

El amor, la felicidad, el gozo… la pérdida del objeto amoroso, el dolor y la melancolía.

Más allá de la demanda incondicional de amor y de sus inevitables insatisfacciones, habita (¿en Comala?) la pregunta por el deseo del Otro: ¿Qué quiere una mujer? (Doloritas y Susana San Juan); ¿Qué es un padre? (Juan Preciado y Pedro Páramo).

¿Qué simboliza Comala? Es el lugar universal de la pérdida del Primer Amor, del Amor de La Madre, del Otro Primordial, como encarnación de un goce inolvidable, inigualable e irrecuperable, causa de un dolor desgarrante que se repite con las sucesivas pérdidas y separaciones del objeto de amor, los desengaños amorosos, los ideales no cumplidos.

A la vez, es el lugar, también universal, del Paraíso Perdido, el reducto inviolable para los parlêtres de un goce incólume, al que solo se retorna en la añoranza, en el recuerdo melancólico de lo que una vez se poseyó y que ya no se volverá a tener nunca más (la morriña, la saudade, la nostalgia de la infancia).

Es el sueño de ese sentimiento oceánico (discutido por Freud), del anhelo, retroactivo, desde un presente marcado por la falta, por la insatisfacción del deseo, de ese goce perdido (la Vivencia de satisfacción Primaria), míticamente vivido como una Befriedigung total, absoluta, sin tacha, sin falla, sin menoscabo: la del Goce del Otro.

Experiencia imborrable, irrepetible, imperecedera, marcada por el trauma, que nunca se dejará de buscar para, tropezando en la misma piedra (la roca viva de la castración), culminar en el reencuentro con la más crasa decepción, con el ¡No es eso!, que yerra, marra, equivoca, una y otra vez, el mismo objeto, siempre diferente, hasta que la muerte nos separe, hasta que pisemos el cielo de Comala o de Madrid.

Estamos en el borde de la melancolía y del deseo.

Doloritas es la madre de Juan Preciado, hijo de Pedro Páramo, su primer amor, a la que éste abandonó, despechó, después de dejarla embarazada (todo por un cochino asunto de tierras y de herencias). Doloritas, después del rechazo cantado (¡no por Sabina!) de Pedro, que nunca tuvo el menor interés por ella, abandona Comala con su hijo para nunca más volver.

Hay dos “Pedros Páramos”, aquél que se constituye en el objeto de amor de Doloritas, y, el otro, el enajenado, incapaz de reconocer y de corresponder a ese amor, porque, si así lo hubiera hecho, eso hubiese conllevado su feminización, cosa insoportable para un amo de pelo en pecho, con un tarugo entre las piernas, por lo tanto incapaz de tolerar la posición del amante, del erastés, del sujeto-de-la-falta, que comporta la gracia de la castración, el acontecimiento de tener un agujero en la entrepierna, justo allí donde salva sea la parte (innombrable), donde se disuelven todas las significaciones.

En la lejanía, en la distancia, en el recuerdo de Comala, por parte de Doloritas, agrandado por la decepción, se mezclan la añoranza del amor perdido, inextinguible, hacia un hombre, Pedro Páramo, que nunca asumió su función de varón y de padre, con el resentimiento, el rencor, el odio, hacia ese mismo hombre (¿pero no es el otro?) que se comportó como un cobarde, que fue incapaz de iniciarla sexualmente, que forcluyó su deseo, para, después, abandonarla.

El medio hombre que no quiso sostener la palabra que dio, que despreció el ágalma precioso de su amor (el vacío primordial), sin querer saber nada de nada de ese hijo suyo, privado de lo mas valioso, del patronímico, del nombre del padre (nota al margen: Curioso el destino de Juan, Des-Preciado por el padre, que no lo nombra con su nombre, el que le corresponde, que, ¡alabado sea Dios!, puede suplir la forclusión del nombre del padre gracias a su reconocimiento como un objetoPreciado, @-Preciado, por el deseo de la madre, portador de la marca de Comala: Juan Preciado).

Ahí se ve Comala

Comala es el Primer Amor de Doloritas, encarnado, aprés coup, en su hijo Juan. El lugar al que siempre quiso volver y al que nunca retornó. ¡Cuidado!, sí que vuelve, una vez que ha muerto. La muerte, como si se tratase de un salvoconducto o de una contraseña, es la llave, la clave-significante, que abre la cerradura de la puerta de entrada a Comala (identificación entre el lugar del deseo y Comala).

En Comala, la muerte, estar muerto, en el sentido de un deseo de muerte (que apunta al Otro con mayúsculas), proporciona un excelente medio de comunicación, inter y transubjetivo, que puede prescindir de las palabras, para ponerse en contacto, gracias al aparato discursivo vocal, con otros muertos (en Comala, el estado de muerte, proporciona eficaces líneas de intercomunicación inalámbricas).

Cuando, Juan, arriba a Comala todos los allí muertos y bien requetemuertos ya lo saben, están esperándole, son conocedores de su llegada gracias a los buenos oficios de la mensajería postmortem de Doloritas y compañía.

Los muertos de Comala, a pesar de que sus bocas están llenas de tierra, evidente impedimento para la fonación, se comunican a la perfección, en esa distancia sin distancia, sin patrón de medida, ultraterrena, gracias a su bien dispuesto sistema de transmisión discursivo, de lo más literario (de litter y de letter), que emite signos escritos, nacido de la misma lituraterra de Comala, de su tierra yerma, de sus habitáculos medio derruidos y vacíos, puros desechos de lo que una vez aspiró a ser y se perdió per semper, para nunca más volver. Es el caso de Doloritas, de Susana San Juan, del propio Juan Preciado, tragados, con todas sus ilusiones, esperanzas, ideales, por el agujero incolmable que es Comala.

Se puede considerar, sin temor a equivocarse, que Comala es un nombre del goce. ¿De qué goce? Esta es la cuestión decisiva. La respuesta depende de la posición de cada sujeto frente a lo real-sexual, ya sea que, en un acto de afirmación (Bejahung), cuente con la castración, o, al contrario, en un acto de renegación (Verleugnung), la des-cuente, la des-mienta.

Ahora, Doloritas, ha muerto. Pero, en vida, le habló mucho a su hijo de su pasión por Comala. Juan, por amor a su madre, vuelve a Comala, al objeto irrenunciable de su deseo, marcado por el significante enigmático de una pérdida (¿Pedro = Piedra?; ¿Páramo = carencia?); al lugar donde nació, como sujeto, del (des)encuentro del deseo de un hombre y el de una mujer (aunque sabemos que hay hijos no deseados), de un malentendido sexual (causado por el tropiezo con lo real), del goce carnal (asimétrico), entre Pedro Páramo (que estaba borracho la noche de bodas) y Doloritas Preciado (que tenía la regla), quien, sin dudarlo, le pidió a una amiga que la sustituyera en esa noche de marras y de arras, en la que, al final, los efluvios etílicos y sanguinolentos impidieron que aconteciera lo que suele acontecer en estos casos.

El asunto es que, sea como sea, a pesar de los pesares, Juan Preciado, tiene un padre (que no es mejor ni peor que cualquier otro), y, su Doloritas (transida de dolor) le encomienda la misión post-mortem de que lo busque en Comala, que pregunte, sin temor, por Pedro Páramo, y que le exija lo que les debe (en plural), el acto de reconocimiento que omitió, la deuda simbólica que no quiso pagar (porque es una cuestión de quereres, no de mal fario).

En Comala, solo hay muertos. El Amo Absoluto, que rige como un déspota en esa tierra desolada, abrasada, es La Muerte. Sus únicos habitantes son las voces de los muertos, desaparecidos para siempre, almas en pena, no redimidas, condenadas a errar eternamente por la tierra maldita, baldía, bajo el atroz destino de no poder ascender al cielo o descender al infierno, ser salvadas o condenadas, al haber quedado privadas de cualquier Juicio (la forclusión del Significante del Nombre del Padre).

Son discursos interrumpidos, fragmentados, voces, murmullos, susurros, ecos de palabras que, una vez, tiempo ha, fueron dichas, y, que, ahora, separadas del cuerpo, en su estatuto de real, pura materia sonora, carga acústica, lo impregnan, saturan, inundan, envuelven, todo: paredes, puertas, rendijas, grietas, oquedades, hendijas, hasta los más mínimos resquicios. La saturación sonora, esa cacofonía insoportable, llega hasta el extremo de taponar la más mínima hendidura, no dejando un lugar para la bienhechora falta castrativa, el pilar fundamental del deseo (el vacío creador de la vasija).

Comala, librada a la pulsión tanática, en su versión más mortífera, por haber quedado desanudada del Eros-deseante, actúa, entonces, como una auténtica plaga vocativa, que poluciona, contamina, todo, con sus voces venenosas.

En una especie de manifestación paranoica sui generis que afecta a un sujeto-populus (llamado Comala), el objeto @-voz, positivizado en lo real, amputado de la cadena del significante, se hace presente como una maldición que lo invade todo, enfermando a cualquier objeto que toca, al punto de acabar con la preciosa vida de Juan Preciado, que no resiste el precio sin medida, sin tasa, de las voces superyoicas, su peso no-interdicto de goce morboso, su (in)audible monstruosidad.

El origen de la maldición de Comala está en un aspirante a Patriarca, en un émulo de Padre, fracasado, cercano a un Padre Padrone, Pedro Páramo, que no supo ser la piedra significante, fálica, que sostuviera la falta deseante para todo un populus (Comala); que abjuró de la roca viva de la castración, que no quiso saldar la deuda simbólica que le tocaba como hijo, como padre y como hombre; que se negó (verleugnung) a pagar el precio de su más preciado deseo, el de Susana San Juan, con palabras, con sonidos-significantes, con la cesión de la libra de carne (el goce del objeto @); aquel, quien, en su posición de amo, capturado en el delirio de la libertad y de la autonomía del yo, rechazó (verwerfung) su sometimiento a la ley de la castración (que prescribe que el sujeto se someta al deseo por medio de las palabras, a través del parloteo insensato de los significantes).

En Comala, limpia del pecado original (de ahí la imposibilidad de ser redimida por el Otro salvador), o, lo que es lo mismo, de la urverdrängung (represión primordial = el corte del origen), no hay ninguna esperanza de salvación (¡ni en el cielo ni en el infierno!) por el signo redentor de la cruz (+), todos permanecen irredentos del pecado de existir (nacer, vivir y morir).

En ese locus sine locus, de sinecura (sine cura: sin cuidado, sin cura), cum insanire, solo hay sacrificios de voces, goce mortífero, superyoico (imperativos), resonante, audible, de plenitud sonora, ofrecido en holocausto a los dioses oscuros (al Otro gozador, no-tachado por el significante).

El Padre Rentería es el sacerdote, el celebrante, infestado por el unglauben ateo, por su no-fe, que oficia hipócritamente estos oficios de difuntos (la elección que ofrece es la trampa de: “la bolsa o la vida”). No es el que realiza la misión evangélica de dar voz a los sin-voz, haciendo que hablen hasta las piedras del campo; es el que acalla pérfidamente las voces de aquellos que, jugándose la vida, aspiran, sobre todo, a tener voz (… ¡y voto!: del lat. votum“promesa hecha a un dios”, “deseo”).

Rentería proviene de rentas, no de redención, de misericordia; de soberbia, no de caridad y de piedad cristianas. Es un cura que no cura (el que cuida el deseo de los otros), por eso, Susana San Juan, en un último acto en el que preserva su verdad, contra Pedro Páramo y el propio Rentería (dos que hacen uno en su perversidad, en su posición canalla), rechaza el oprobio de recibir el sacramento, el signo de la extremaunción, de un auténtico renegado.

Las voces muertas de Comala (no-redimidas = no-escuchadas), lo opuesto a la poli-fonía, al Canto Gregoriano o Sabiniano, nos muestra que, la voz, como objeto @ (pulsión vocativa / llamado al deseo del Otro), tiene que estar negativizado en el discurso, radicalmente suprimido, ser in-audible, para, que, haciendo valer su función de causa perdida, se pueda sostener el orden significante y su deseo, el del Otro (el objeto de la angustia).

La cruz de la salvación de Juan Rulfo

Otra cosa es su sonoridad, su sororidad femenina, su vocación o vocalización de goce, cuya función es llamar a la palabra.

Para poder hablar, para tener una voz propia, singular, que transmita un deseo, que sostenga su voto, su promesa, en una aparente paradoja, es necesario, hasta diría que imprescindible, perder la voz, entendiendo por tal la afectación corporal –divisiva (efecto del corte significante)- por una bienhechora @-fonía.

La @-fonía es la causa real del deseo de fonación, el principio fundamental, que se sustrae a cualquier modo de principio -mítico o no-, sobre el que se sostiene la foniatría: la adecuada y correcta articulación, el balbuceo singular, el lalaleo, con vistas al goce, de los sonidos-significantes de lalengua, la más des-lenguada, esa que consiste en encadenar disparates, hacer juegos de sonido, fuera de todo sentido, malgastándolo todo en sinsentido (nonsense).

En Comala, o la Voz-mala, olvidada por Dios y su Santa Iglesia (releer el episodio del obispo que huye despavorido cuando capta que, incluso entre hermanos de sangre, predomina la mancebía), hay un exceso de fonación, una sobreabundancia de goce vocativo, pro-vocativo de todo tipo de desajustes, desde la afasia hasta la logorrea, constituyendo, en su conjunto, un universo sonoro marcado por la disartria, por la más aguda y cruenta des-articulación de los sonidos-significantes (el benéfico sinsentido ha rendido sus armas ante el pleno sentido).

Si uno piensa que en este pueblucho mítico, ubicado en el camino del infierno, lo que predomina es el sinsentido, el vacío causado por la pérdida del sentido (meaningless), se está equivocando; se trata de todo lo contrario, de una especie de epidemia desencadenada por significantes infectos, cebados de significación, sobrealimentados de sentido, que, al no poder tirar ya de sus cuerpos obesos, hipernutridos por un sobresceso de goce mórbido –vocal-, arrastran sus carnes pecadoras, fláccidas, sobrantes, como un auténtico peso muerto, privado de destino y de destinatario.

¿Cuál es el destinatario que brilla por su ausencia en Comala? No puede ser otro que el Otro de la Promesa, el cual, a través del Sacramento del corte significante (Signo de la Palabra), desde su sujeción a la ley de la castración, podrá escuchar, no solo el dolor, la soledad, y la absoluta desesperanza de las almas en pena (con esto comercia la Iglesia), sobre todo su deseo, el de un llamado, al deseo (desear es desear un deseo, el del Otro… oséase, su falta).

No hay otro pasaje que el de la castración

En Comala han dejado de oírse las voces pajareras y festivas de los niños; ha desaparecido completamente esa alegría infantil que otrora lo inundara todo, hasta los tejados, con sus canticos, trinos, trémoles, risas, y con sus juegos, como el corro de la patata, la gallinita ciega, el pilla-pilla, el escondite, la carrera de sacos, el salto de la cuerda, etc.

Los propios significantes comalenses, que compartían, en su materialidad, esa felicidad de ex-sistir con los infantes, ahora, apesadumbrados, pesarosos, tristes, cenizas apagadas de un fuego que nunca (¿nunca?) volverá a arder, desprovistos de su calor y su luz, han dejado de circular, de danzar, de abrazarse con otros significantes-niños, juntando sus manos, encaramándose sobre sus hombros, saltando a la pata coja, persiguiéndose en la tula, gritando sus nombres propios; todo ello era posible gracias a que disponían de una lengua particular -la del goce-, con su bla bla bla idiosincrático, secreto, inventado, extranjero, incomprensible para los de afuera, para los no-iniciados (argot: “juego de lenguaje, o sistema de manipulación de las palabras habladas para hacerlas incompresibles al oído no entrenado”); este lenguaje secreto, o criptolecto ad hoc, permitirá decir lo indecible del deseo, capturando, en su red de metáforas y metonimias, fallada, agujereada, a la fugitiva y evanescente verdad (curiosa condición esta en la que, para poder recuperar o reconstruir algo esencial, ya se trate de la verdad, del deseo o del goce, primero, hay que perderlo; o, más allá, que no hay un instrumento válido, caza-deseos o caza-goces, que, para obtener su pieza, no tenga que estar agujereado).

La red del lenguaje debe estar agujereada

En Comala, no es que todo hable, es que todo re-suena, es audible, desde un pequeño guijarro hasta una elevada chimenea, lo que imposibilita escuchar a nada ni a nadie (forma negativa y deficitaria de lo imposible: la impotencia). Otra vez se plantea aquí la necesidad de un corte que separe los sonidos, que los haga significantes, constituyendo lo imposible (lo real) como causa de la palabra.

Comala, la mujer mala, clama, grita, por todos los poros de su vieja y maltratada piel, con-vocando al silencio (que no es la omisión de la palabra, sino su causa).

En resumidas cuentas, haciendo la cuenta de la vieja, si el goce fonatorio invade Comala con sus efluvios sonoros y soeces, blasfematorios, insoportablemente audibles, es porque falla la operación de interdicción del goce, ergo, la Función Paterna, que conllevaría su tachadura, su evanescencia o desvanescencia.

Pedro Páramo, el imposible Urvater de Comala, el delusorio poseedor de todas las mujeres -que no existen como todas-, encarna la defección de la función paterna, el derrumbamiento del nombre del padre, la caída de la ley del deseo.

La idealización de La Mujer no-tachada, la Susana San Juan de su fantasma perverso (pére-version), a la vez que hace suplencia del agujero forclusivo, lo arrastra hacia el empuje mortífero a La Mujer-Toda, a lo peor, concluyendo trágicamente con su propia muerte, y el sacrificio cruento de su objeto amado (que se despide de él con un rictus sardónico).

Comala es el no-lugar y el no-tiempo absolutos en que el goce de la voz se hace presente en lo real (al no haber sido admitido en lo simbólico).

Frente a la gofonía de las voces comalescas, cercanas al parloteo insensato y provocador de los pájaros schreberianos (señoritas divertidas y sin seso), está la salida, practicable para todo sujeto, de la logofonía del discurso compartido, causado.

El corro de la patata

¿Se volverán a escuchar las alegres voces de los niños, el canto de los pájaros, el sonido cristalino del agua de la fuente en la plaza, la melodía que el viento mece en las ramas de los árboles, en ese vertedero inmundo, cementerio de voces muertas, que ha venido a deser Comala (el reverso del Paraíso Perdido, su verdad más oculta)?

¿Es una cuestión de tiempo? ¿Es posible revertir eso que se dirige fatalmente hacia la corrupción, la desintegración y el deterioro? ¿Cómo se ha podido llegar a esta trágica situación en la que el vergel de Doloritas se ha convertido en un conjunto de ruinas, en un amontonamiento de desechos, donde pululan, se arrastran, como ratas, cucarachas o gusanos, las voces muertas?

¿Cómo hacer para que las voces muertas (las cenizas apagadas) se transfiguren en las voces de los muertos (las brasas ardientes), en esas voces vivas, presentes, actuales y actuantes, gracias a su inserción en una historia colectiva, a su inscripción en la memoria conjunta, compartida, la de todos y cada uno de los sujetos de Comala (Universal y Particular)?

¿Cómo recuperar, restituir, ese discurso trans-individual de Comala, que alude a una tradición (también a una traición) en la que las palabras del pueblo transmiten, de generación en generación, de padres a hijos, entre la vida y la muerte, la virtud del deseo, la potencia redentora de la deuda simbólica, la marca de lo real del goce que hace lazo social, anudamiento borromeano?

¿Se puede revertir la flecha del tiempo que apunta en su sentido -en el caso de Comala- hacia el horror de la degradación y de la aniquilación totales? ¿No nos damos cuenta que si Comala esta invadida por la peste de las voces es porque ha desfallecido totalmente la Función del Significante (en Comala ya no hay sujetos, es una especie en extinción, ¡hasta que llega Juan Preciado, y, ni corto ni perezoso, dedica el breve tiempo de su vida, desde la muerte de su madre hasta su propia muerte, a hacer hablar a todas las voces-piedras de Comala, que dejan de ser voces muertas, hojas caídas del árbol, para devenir en las voces de los sujetos muertos, voces con nombre propio que se entraman con otras voces, en vertical y en horizontal, como en una partitura musical! ¡Comala empieza a cantar en una polifonía compartida por cada una de las voces-sujeto!)?

¿Cómo operar, desde el psicoanálisis, con el tiempo, o con el no-tiempo, del <<sujeto-populus: Comala>>, rechazado a su condición maldita de no-sujeto (el compañero inseparable de la renegación del deseo)? Pedro Páramo, precisamente, por su amor loco a Susana San Juan, es el paradigma de la verleugnung del deseo, de la desestimación de la castración (a diferencia de Doloritas que, hasta la muerte, sostiene el recuerdo de la marca del deseo del Otro).

Doloritas es marca; Pedro Páramo es máscara.

Hay dos Comalas, la de Doloritas, la del deseo, y la de Pedro Páramo, la de la forclusión del deseo; la del corte significante, y la de la verwerfung del corte.

La Comala de Pedro Páramo es como una cadena significante sin corte, a la que le falta la falta, holofraseada, por lo tanto sin historia, sin memoria, sin tradición, sin pasado-presente-futuro, en la que el lazo social, sexual, tejido con las palabras, deseos y goces, conjuntos, compartidos, ha quedado forcluido.

¿De dónde vendrá la salvación para Comala? No de la Comala del cacique Don Pedro, sino del amor de una mujer, Doloritas, que hunde sus raíces en el goce femenino, en esa lógica del notodo que preserva el lugar de la verdad (su condición de indecible, de enigma insuperable e inabordable).

¿A qué Comala vuelve Juan Preciado? Es evidente que a la de su madre, Doloritas, la mujer abandonada, despechada, humillada, pero que fue capaz de reconstruir, en la lejanía de la nostalgia, la Comala del amor y de la belleza, de la vida frente a la muerte, de la fertilidad frente al horror, de la virtud frente al pecado, de la verdad frente a la hipocresía, del bien frente al mal (sin aceptar nunca una solución de compromiso).

Comala es la encarnación en carne viva (valga la redundancia) de un grito, de un llamado. ¿A quién? Al Otro de la ley y del deseo, como garante de la castración. La salvación, para Comala, si es que todavía queda en ella un hálito de vida, un hilo de esperanza, no advendrá de la Parusía, de la Segunda Venida de Cristo a la tierra (Maranata: Cristo viene). Dios ha muerto, y, la Iglesia, lo ha enterrado y bien enterrado, para que no vuelva a resucitar. De esto, de la llegada de un nuevo-viejo Redentor en el Fin de los Tiempos, ya no se puede esperar nada.

“Pedro Páramo”, como testimonio, nos demuestra que la salvación solo puede provenir de cada uno, del acto de un sujeto que nombra -no sin el Otro- el deseo; no de las bendiciones eclesiásticas, por muy santas que sean, sino del bien decir.

Comala es un pueblo olvidado (solo pervive en la memoria de Doloritas), dejado de la mano de Dios (uno diría, con ese dicho popular, tan expresivo como escatológico: “es el c… del mundo“); por donde no pasan los caminos de Las Autoridades (sobre todo de los obispos y arzobispos, los representantes de la Iglesia). No tiene templos ni catedrales.

Es un pueblo abominable, abominado por los poderes religiosos (ahí, en ese villorrio, las indulgencias, incluyendo las plenarias, dan rentabilidad cero), por los poderes fácticos, por todo aquello que huele a discurso del amo, al estar estigmatizado, marcado, con la costra, la lepra, la herida gangrenada, del pecado mortal, que se paga con la condenación eterna, con el abandono y el desamparo del Dios del amor, de la misericordia y el perdón (?).

No hay más pecado mortal que el de la carne, al haberse uno entregado a sus designios y mandatos (¡los de la carne!), al goce irredimible, que rechaza todo bien en beneficio de un masoquismo primordial que no produce ningún beneficio, ninguna ganancia, cuyo saldo es negativo, al conllevar la repetición de una pérdida, de un fracaso, de un encuentro fallido, con ese real que se atraviesa una y otra vez, más allá de toda fe y esperanza; al carecer del símbolo que lo acoja, lo represente, lo pacifique (si la angustia de castración se atempera con el horizonte fálico, no hay significante, ni en Comala ni fuera de Comala, que realice la misma función con lo real del goce, como efecto del pecado original).

La Parusía, la presencia, el advenimiento, la llegada, por la que clama Comala, por la que grita con todo el dolor de su voces (auténticos agujeros abiertos), no es otra, no es ni más, ¡ni menos!, que la del corte significante (equivalente a la angustia del Otro); la del corte del deseo, castrativo (en sentido simbólicamente fuerte), el único acto que es verdaderamente salvador, redentor, en el sentido de que redime del pecado mortal (esa falta por ek-sistir convertida en goce mortífero con el que se relame el superyó voraz); del pecado capital que implica el fuego eterno, el llanto y crujir de dientes, el alejamiento definitivo de Dios (del Otro del lenguaje como creador ex-nihilo del mundo).

En el tiempo de Comala ya ha acontecido la Parousía, el Fin de los Tiempos, el acto salvador, el advenimiento del corte del significante; son los muertos, la palabra de los que hablan desde su muerte, desde su condición simbólica y real de muertos (en el lugar del Nombre-del-Padre), como Susana San Juan, Juan Preciado, y otros, a excepción de Pedro Páramo (que no ha muerto), los que, ahora, se comunican desde la tumba, convertida en caja de resonancia, con los otros muertos, en un diálogo ininterrumpido, post-mortem, socrático, contándose y recontándose y volviéndose a contar, porque su verdad es inagotable, las historias que hicieron y les hicieron.

Ahí, en esa tumba ilustrada y parlante, altavoz de todas las voces, como en una especie de biblioteca o de archivo, rebosante de documentos, legajos, archivos, partidas de nacimiento, de defunción, actas de bautismo y de bodas, que escriben y registran los acontecimiento fundantes de Comala, convertidos en acontecimientos míticos, interpretables, al enhebrarse, con la aguja del significante, en un texto, tejido, paño, o tela; en esa otra escena del discurso que rescata de la muerte a esa tierra maldita, baldía, desierta, arrasada, despojada de cualquier bien, privada de todo consuelo, excepto el de poder hablar, porque, al Final de los Tiempos, en el fin del análisis, solo quedan las voces en su poder de enunciación, en su función de acto de deseo, que re-anudan el lazo social, recosiendo, zurciendo, la desgarrada trama significante de Comala.

En Pedro Páramo, hay un hallazgo, la invención de un nombre del padre, que tiene función de sínthoma, de corte significante, de escritura del cuerpo, y de nominación del goce: los cuerpos hablantes en las tumbas (cajas de resonancia).

Susana San Juan comienza a hablar de su verdad desde su tumba. Y, es desde ahí, que es escuchada. Esto aparece como una paradoja que requiere una interpretación. Los muertos de Comala, que han hallado reposo en su tumbas, se puede decir que son “todo oídos”, o “todo bocas”. De hecho, son solo bocas<>oídos. Entre ellos, se-hablan; entre ellos se-escuchan; hacen lazo social-sexual; el goce circula, discurre, se comunica, transmite, se intercambia, de tumba a tumba, a tumba abierta, como quien dice, de significante a significante.

Susana San Juan habla desde la tumba; cuenta su historia, su verdad, la de su deseo, la de la sexualidad, ese goce singular que Pedro Páramo nunca quiso escuchar porque se atravesaba en su relación como un tercero, impidiendo que de dos hicieran Uno (como era su anhelo tramposo).

Gracias a esa verdad, tercera, impar, de dos que siempre hacían más-uno [+1], interfiriendo, molestando, perturbando, con la presencia suplementaria de un goce asimétrico, disímil, no-proporcional, irracional, el ideal narcisista de complementariedad de los goces (el orgasmo perfecto, al unísono).

Este otro goce, suplementario -¿de qué?… ¡de nada!-, es disonante, chirriante, no guarda una armonía, pertenece a una escala que no es regular, que cambia de forma azarosa, contingente, con el tiempo, con lo cual no se puede anticipar, prever (hay que pasar inevitablemente por un encuentro).

La tumba es, aquí, ¡por fin!, el agujero del deseo, la estructura agujereada, temporal, el lugar de la enunciación.

Susana San Juan o Juan Preciado, en su tumbas, como es evidente, son voces o goces singulares, agujereados, objetos @-vocales que le hablan al Otro de su verdad, de ese deseo que es su deseo.

La caja de resonancia de las tumbas de Comala
  1. “Peces de Ciudad”; Joaquín Sabina; Letras.
  2. “Pedro Páramo”; de Juan Rulfo; Ed. R. M.; 2016.

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