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Pedro Páramo, Comala, Juan Rulfo, Joaquín Sabina, las voces muertas, el canto a la mujer amada, y otras notas psicoanalíticas… (Parte II) (Anexo al Seminario)

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Estas son las palabras de Juan Preciado, el vivo-muerto, el hijo que encuentra a su padre entre la vida y la muerte de Comala, en el entre-dos-muertes:

“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus manos en señal de que lo haría, pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerlo todo. <<No dejes de ir a visitarlo-me recomendó. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura de que le dará gusto conocerte>>. Entonces no pude decirle otra cosa que así lo haría, y de tanto decírselo se lo seguí diciendo aun después de que a mis manos les costó trabajo zafarse de sus manos muertas…

(…) Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé a llenarme de sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso vine a Comala…

(…) -¿Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo?

-Comala, señor.

-¿Está seguro de que ya es Comala?

-Seguro, señor.

-¿Y por qué se ve esto tan triste?

-Son los tiempos señor.

Yo imaginaba ver aquello a través de los recuerdos de mi madre; de su nostalgia, entre retazos de suspiros. Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás volvió. Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver: <<Hay allí, pasando el puerto de Los Colimotes, la vista muy hermosa de una llanura verde, algo amarilla por el maíz maduro. Desde ese lugar se ve Comala, blanqueando la tierra, iluminándola durante la noche>>. Y su voz era secreta, casi apagada, como si hablara consigo misma… Mi madre.”

¿Por qué se ha transformado Comala en un Monstruo, en ese Leviatán, Dios oscuro, que demanda sacrificios humanos?

Comala, si hubiese intervenido la Interdicción Paterna, la ley, el Deseo del Padre, podría haber sido lo que debería haber sido para garantizar al sujeto: la Otra Comala, tachada por el significante, abolida, en su estatuto de falta; la Tierra Prometida, el Jardín del Edén, perdido desde siempre (el objeto perdido, el @ causa del deseo).

Comala es el nombre del Primer Amor, por consiguiente un nombre del padre (el amor al nombre que hace nudo), el cual, infaltablemente, se repite con cada uno de los sucesivos amores, al que no se deja de volver, en un retorno sin fe y sin esperanza, marcado por una añoranza indeleble, que vela, recubre, lo que de real lo constituye como imposible.

En la búsqueda del Amor, con “A” mayúscula, con suerte y viento a favor, uno no solo se encuentra con lo que de decepcionante y melancólico tiene cualquier demanda de amor (con “a” minúscula), sino con la alegría (afecto discursivo) de poder asomarse a la pregunta por el deseo del Otro; no eso tan manido de deshojar la margarita -<<me quiere-no me quiere>> (oposición dual)-, sino ese Qué me quiere? (Che Vuoi), triádico y asimétrico, que disuelve los reflejos mortíferos del Paraíso.

Comala, el Primer Amor, ese que no hace serie, que escapa a cualquier serie, aunque uno sea tan hábil y donjuanesco como Don Juan.

El Jardín del Edén es el Amor de La Madre (el Otro Primordial, prehistórico, inolvidable), al que unos Ángeles guardan con espadas de fuego, que no servirían para nada si no representasen a la Ley de Interdicción del Incesto, que no es otra que la Función Paterna; ese acto de enunciación del goce, que, al nombrarlo, lo tacha, lo abole, a la vez que lo preserva, lo recupera (el suplemento de goce que hace existir).

Ese Amor de la Madre, mítico, que impregna, que rebosa de imaginario todos los afectos, en lo real corresponde al Goce de La Madre (el Goce del Otro), a La Cosa (Das Ding), lo imposible, lo que no cesa de no escribirse, que nos habla sin descanso, como las voces muertas de Comala, del agujero de la urverdrängung (la represión primaria), eso que es el verdadero sentido de la muerte en su dimensión de pulsión; Comala es el nombre propio de la pulsión de muerte, el lugar vivo, erótico, del goce tanático (más allá de cualquier placer o bien).

Doloritas regresa a Comala por interpósita persona: su hijo, Juan Preciado. El retorno se produce después de morir. Juan descubre con sorpresa que su madre, gracias a su ánima parlante, está en contacto con los otros muertos de Comala, o desaparecidos, a los que, con antelación, ha puesto sobre aviso -con esa libertad paradójica que tienen los muertos- de los planes de su hijo, de la necesidad de acogerlo como es debido.

En realidad, Doloritas, aunque no volvió nunca más a Comala, tampoco la pudo abandonar; Comala siempre estaba presente en su pensamiento y en su recuerdo; simplemente, lo que le sucedió es que perdió aquello que no tuvo nunca; esto, en el psicoanálisis, se llama el acontecimiento traumático: “Siempre vivió ella suspirando por Comala, por el retorno; pero jamás volvió”.

No hay que confundirse, Pedro Páramo, no es el Otro primordial e inolvidable de Doloritas (¡más hubiese él querido!), sino Comala. Este pequeño pueblo, perdido y miserable, no es otra cosa que La Cosa (Das Ding), el objeto del deseo, protegido en su acceso por la barrera del dolor, la belleza y los bienes; el objeto de la añoranza, cuyo referente es el agujero de la castración, la represión primordial (urverdrängung), ese que, en el Edipo, es legalizado per semper, gracias a la intervención inter-dictiva del padre, como sostén de la Función Paterna, de la Ley de la inter-dicción del incesto (del goce materno), que solo lo prohíbe, lo constituye como inaccesible, al nombrarlo, metaforizarlo, poniéndolo entre-los-dichos, conformando, de esta forma tan lenguajera y lenguaz, el vacío del sujeto, del deseo.

El padre, si ejerce bien su función, es el que hace que se nos suelte la lengua, que nos volvamos lenguaraces, frente a la madre que nos la ata, que nos aconseja que en boca cerrada no entran moscas (moscones o mosconas) como una forma de atarnos a ella.

No hay posible encuentro entre el hombre y la mujer si cada uno no trae a la cita sexual su propio vacío del deseo, su propia o impropia castración.

No es Pedro Páramo el objeto de deseo de Doloritas, sino Comala. Pedro Páramo es un pobre hombre, un Amo fracasado, incapaz de hacer gozar a una mujer en la noche de bodas, impotente para poder enunciar cualquier deseo singular. Para decirlo alto y claro, Comala es el objeto @.

Juan Preciado viene por la madre a Comala, en busca de su objeto @, de ese ágalma que se identifica al lugar más derruido, más feo, más pobre, ruinoso y deshecho del mundo. Que no se extrañe nadie ya que el @ es un auténtico desecho, un resto de goce, que cae indefectiblemente del cuerpo, a causa del tajo del significante (por eso, en la relación del sujeto con el deseo no hay atajos, sino tajos: tajo-fragmento, tajo-fragmento…).

No es el falo imaginario de Pedro Páramo, impotente en su pseudo-potencia, lo que da cuenta del amor de la madre por el nombre del padre, sino, solo y únicamente, Comala, el objeto @, el Goce de la Madre, convertido a la moneda del deseo, de la falta, gracias a su inaccesibilidad procurada por la Ley de Prohibición del Incesto, que es la ley de la palabra; goce real, falo real, del que nadie, nunca, podrá saber nada, porque nunca se supo, solo se supuso, porque siempre careció del soporte de un saber; es esto y solo esto lo que lo hace real, invistiéndolo con la tela de lo imposible como fundamento de la castración.

¿Qué es lo que le sucede a Joaquín Sabina con su mal de amores? Su principal problema es pensar que hay un bien de amores. Joaquín, o el que sea, aquel que se identifique con el protagonista de “Peces de Ciudad”, que puede ser cualquier hombre, oséase, una criatura hablante provista de falo, en todas las circunstancias un varón, habitualmente de lo más varonil, que busca a La Mujer, esa que no existe, nos habla de sus desengaños amorosos, de los amores que no llegaron a ser (en las estadísticas, el cien por cien), que fracasaron porque… ¡nunca se acaba de saber!

Si con esta la cosa falló, a lo mejor es cosa de esta, por lo cual hay que buscar a otra, con la que vuelve a acontecer la misma fatalidad. Uno piensa en las meigas o en la neurosis de destino. Es cierto que todo este asunto de desamores tiene que ver con la repetición de un fracaso, con la búsqueda de un goce imposible (que no es la imposibilidad de gozar, sino un modo del goce), con el reencuentro, siempre fallido, con el objeto perdido (ese que nunca actúa como un complemento que me completa, más bien como un suplemento de jouissance que me des-completa).

Hacia Comala

Curiosa, o no tan curiosamente, esos desengaños amorosos, fruto de delirios eróticos, acontecen en el extranjero (estructural); con mujeres extranjeras, francesas, holandesas… da igual; pero, ¿no es toda mujer, precisamente por ser notoda, esencialmente extranjera para el hombre?

La extranjeridad de la mujer es una condición, no un atributo, a diferencia de la mascarada femenina.

Es por este motivo que, al hablar de las mujeres, más allá de la dialéctica fálica (falo-castración), no se habla del sexo recíproco o complementario (la media naranja), sino del Otro sexo. El peso de esta denominación está puesto en su alteridad, por no decir Otredad, que depende de la suplementariedad del goce femenino.

La extranjeridad no es una cuestión de nacionalidad, sino de sexuación; tan extranjera es, para el hombre que la desea, la mujer francesa como la española. Lo que es extraño y extranjero es el goce femenino para el goce fálico, al no haber entre ellos complementariedad, una medida común, que los enrase al nivel del plano fálico.

El hombre, como un pequeño pez, en su morfología fálica, estilizada, apuntada, abultada, se queja de su incapacidad para agarrar a las mujeres (se debería olvidar del plural), de su ineptitud o falta de destreza para pillarlas (confunde la técnica del significante, la gracia chistosa, que sorprende, con la pillería casanovística), por muy pillado que esté por ellas, aunque le tengan cogido por los cataplines.

Lo nuestro duró, lo que duran dos peces de hielo en un güisqui on the rocks. En vez de fingir o estrellarme una copa de celos, le dio por reír. De pronto me vi, como un perro de nadie ladrando a las puertas del cielo. Me dejó un neceser con agravios, la miel en los labios y escarcha en el pelo” (19 días y 500 noches).

Todo esto puede ser porque las mujeres se sueltan rápido de las agarraderas del hombre, no quieren saber nada de ser capturadas en sus garras.

Lo que quieren es que el varón dé alguna prueba tangible, carnal, de su deseo, más allá de enfilar el falo hacia donde cómodamente pretende acomodarse, desinflarse, desentumecerse.

Joaquín Sabina

Lo que más teme una mujer es que se entumezca, se congele, el deseo. Para que eso no ocurra no dudará en entorpecerlo, en insatisfacerlo, en mantenerlo a la espera, anhelante, sustrayendo, si es necesario, su objeto, ese que no tiene; o, todavía mejor, mostrando que su objeto es la falta de objeto, que su satisfacción si a algo se parece es a la insatisfecha insatisfacción (el unlust).

Las mujeres no se agarran o se pillan por decreto divino, porque el Padre Celestial decidió que, como vulgares costillas (la de Adán), estuviesen bien agarraditas al costado del hombre. Las mujeres no son la costilla del hombre, sino su Otra costilla, ese pedazo de goce, del ser carnal, cuya falta no corresponde a una deuda simbólica, sino al astillamiento de lo real (siempre hecho añicos).

Las mujeres, debido a sus antojos, solo se agarran según y cómo. A una mujer, igual que a un pájaro, no es necesario ponerle sal en la cola para que no vuele, más bien hay que dejarla volar, con el aire de las palabras, con el vuelo de la poesía, en la elevada altura y profundidad de las metáforas.

Joaquín Sabina utiliza una muy adecuada: Pisar el cielo de Madrid: esto significa todo lo contrario de lo que dice: poner los pies en la tierra, darse de bruces con lo real, traumatizar-se por causa de una mujer. Detrás de la decepción amorosa siempre está, oculta tras su velo, el acontecimiento traumático, lo real del trauma, o, como dice Lacan, del trou (agujero)matisme(matismo): agujeromatismo.

Sabina y el amor

De ahí la queja masculina de la volubilidad, llegando a la volatilidad, de la mujer, de su inconstancia, hasta de su infidelidad espiritualmente femenina. Pero esta imposibilidad de agarrar a una mujer está relacionada con lo mejor de ella, lo más valioso, la circunstancia, fenomenológicamente contingente, de que no hay por dónde agarrarla, cogerla. No se ha inventado todavía el instrumental capaz de calibrar la cualidad de su goce. En el caso del hombre, como todo pasa por la cantidad y por el número (de ligues y de orgasmos), el asunto no tiene remedio.

Con una mujer no hay reglas (por lo menos a priori), pero, sí, un a-rreglo contingente, vez por vez, una a una, insisto, si el hombre es capaz de dar testimonio verbal de su deseo.

La cosa, en la mujer, en una,  tiene que ver con su anatomía. La ana-tomía (corte) es destino. El corte que la constituye como ser sexuado es radicalmente diferente al del hombre. Se puede decir, sin temor, por lo menos sin temor al superyó, que están cortadas y bien cortadas desde el principio; que, su corte, a diferencia del hombre, es constituyente, logrado, verdaderamente traumático, conllevando un efecto de sentido  de lo más satisfactorio (el goce notodo).

Juan Rulfo

Su corte es mucho más significante que el del varón, que está impregnado de imaginario, de angustia de castración, de temor-pánico a la insuficiencia, de presencia fantasmática de un Urvater ladrador (poco mordedor), o de una Urmutter devoradora (la vagina dentada que se zampa todos los pequeños falos); este predominio del corte significante en la mujer, la pone en una relación privilegiada con el Padre Simbólico, caracterizado no por la competencia por el falo, sino por su entrega, como don de amor, como objeto significante.

El Otro de la mujer, por haber surgido de un corte de nada, es mucho menos consistente que el del hombre. La presencia ausente de esos dos rasgos del Otro -su simbolización y su inconsistencia-, es lo que permite esa posición de la mujer con respecto al goce: notoda fálica.

Es manifiesto que las mujeres no son manifiestas, aunque, precisamente por eso, no dejan de manifestar su deseo. Lo que es más manifiesto es que carecen de ese apéndice tan manifiesto, prominente, extensible, localizable, eréctil, retráctil, que es la manifestación de esa marca o trazo fálico que portan todas las cosas que hablan, incluso las mujeres.

Hay gente que todavía no se ha dado cuenta de que las mujeres hablan, hasta por los codos, lo que es una forma manifiesta de señalar que su goce no es sólo vocal, también corporal; simplemente, se v-o-c-a-l-i-z-a.

 La mujer, como todo o casi todo el mundo sabe, habla, y, precisamente, porque habla, no está toda en lo que dice. Tampoco está a medias, mitad dentro, mitad fuera. Está notoda. Esta posición deja un amplio margen a la incertidumbre. No dice cuánto está y cuánto no está. Sólo afirma que hay una parte de su goce, notodo, que escapa a la medida del falo.

Por eso se dice que la mujer, en su goce, es notoda fálica. Goza del falo, pero, no solo, ya que una parte de su goce es no-fálico o suplementario. Esto es lo que explica esa inveterada sospecha, por parte de los hombres, de la infidelidad de pensamiento de las mujeres (siempre están gozando con otro que no soy yo); o el supuesto fingimiento del orgasmo que desencadena la duda por parte del hombre de si la mujer gozó verdaderamente o no. Como su goce es doble, la visión binocular no lo capta (solo aprehende goces-uno).

El problema es que el goce femenino surge en ese hueco que deja el falo después de su destronamiento, de su caída, de su deflación; esto impide, con relación al goce femenino (no al feminista, que es de raigambre fálica), cualquier comparación (por eso se dice que la mujer es una por una), por ejemplo a partir de lo que se llama tener experiencia con las mujeres. En asunto de mujeres no hay experiencia que valga. Toda la experiencia se pierde, se borra, en la experiencia del encuentro.

Una de las formas de manifestarse este goce suplementario en la mujer es a través del silencio, o de un lazo social del que no está excluido el amor (lo que es una redundancia porque no hay lazo social sin amor, ¡al prójimo!); también, porqué no, a partir de un discurso que, a la vez que dice al amor, no dice que no a la verdad.

 Esa mujer, que el pez de ciudad, francesa u holandesa, da igual, la garçon (la niña-niño, ambigua en su gocedad), de Jacques Brel, la primera que le enseñó a besar es obvio que es la madre y no es la madre. Todo beso proviene de la madre, a lo que se añade un plus sexual que es el de la mujer. El beso de la madre-mujer.  

“(…) No me hables así

No voy a llorar más

No voy a hablar más

Me esconderé allí

Para mirarte

Baila y sonríe

Y escucharte

Cantando y luego riendo

Déjame convertirme

En la sombra de tu sombra

La sombra de tu mano

La sombra de su perro

No me dejes”

Ne me quitte pas (Jacques Brel)

La mujer es la no-madre, escrito así, de forma contradictoria: mujer (no-madre). El orden lógico de acceso a la mujer es el siguiente: la afirmación de la madre, de su presencia, a través de su negación, de su ausencia: Esa mujer de mi sueño no es mi madre. Por todo lo cual, la mujer deseada, soñada, es y no es la madre.

Para acceder a la mujer hay que atravesar la pregunta por el deseo de la madre en la mujer. Lo que interesa de una mujer es su condición agujereada, efecto de la interdicción del Goce de la Madre por el Nombre del Padre. Gracias al agujero-metáfora del goce de la madre, que no es el no-goce, sino la nominación del goce, el hombre puede gozar de la mujer, y, ésta, gozar de su propio goce, acceder a su extrañeza, a su propia Otredad, como representante del Otro sexo.

Sólo se puede acceder al orgasmo a partir de una estructura triádica: [falo + objeto @ + goce femenino].

Joaquín, o el hombre de turno, ante el (los) desengaños amorosos con esa mujer contingente, notoda, una a una, que es / no es La Madre, para lamerse de sus heridas, para curar el dolor de esos encuentros en los que nunca se encontró con lo que esperaba, sino con lo que no esperaba, quiere volver a la Matria, a ese lugar de añoranza, libre de meigas, cargado de morriña, en el que fue inmensamente feliz (precisamente, porque no había ninguna mujer en los surrounds): Madrid.

La Puerta del Sol

Comala es, aquí, en esta canción, Madrid. Al igual que Juan Preciado quiere volver a Comala, al lugar de La Madre, en el que fue feliz, en el que, míticamente, desde la insatisfacción del presente, gozó, en un pasado que nunca existió, de un goce pleno, el del Otro, que, luego, sin saber cómo ni por qué, a lo mejor por haber pecado de palabra y de obra, por ser un inconsciente, perdió, Joaquín Sabina, vuelve a Madrid para intentar taponar esa sangría de goce producido por el encuentro siempre fallido con lo real de la mujer extranjera.

Cuando “pisa el cielo de Madrid” se encuentra con “una recién casada que no se acordaba de mí”. Traducción: Se encuentra con el extravío de la mujer añorada -La Madre- que me dejó por el deseo del Otro -el padre-, lo que re-actualiza el fracaso, el fiasco, de que los significantes, por no significarse a sí mismos, por producir un efecto de sentido, no son capaces de decir todo el goce, de significarlo todo, en su plenitud, en su integridad, sino que pierden una parte, precisamente la más valiosa, en su condición de inasimilable, de real, de imposible, justamente esa con la que se identifica la mujer, de la que se hace su representante; motivo por el cual, se vuelve a hacer presente, en la repetición, la misma pérdida, esa que se llama la castración (de la que un análisis hace ley).

Por eso canta Sabina que, si quieres ser feliz, nunca vuelvas al lugar en el que has sido feliz, en el que experimentaste el goce por primera vez, se llame Comala o Madrid. No sea que te vuelvas a reencontrar con el goce otra vez, la enésima vez.

Zarautz

Iba a hablar de un recuerdo de infancia, de un objeto que perdí, pero, me pregunto, qué provecho saco con volver al lugar en el que una vez fui feliz dado que, incluso en ese momento, idealizado, ya estaba perdido, o ya se perdió. El caso es que, sin saber cómo y por qué, me perdí. Me perdí por no querer saber cómo última y heroica posición del sujeto ante lo real del goce (que todos confundimos con el placer).

Madrid de mis amores

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