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ETERNIDAD DE LOS MALEVOS

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“…Salieron, y si en Dahlman no había esperanza, tampoco había temor. Sintió al atravesar el umbral que, morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él una felicidad y una fiesta, como en la primer noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja.”

Por entre los facones anda lo eterno, es decir el deseo incolmable de un vecino del centro de Buenos Aires. En la imagen de un documental de los 70 aparece como un hombre trajeado que sale del escritorio y sostiene un cuchillo, atento, mirando sin ver lo que vendrá. Esa es la eternidad de los malevos, vaciados incluso de su chiripá y de su botaipotro. Tiempo de los cuchilleros, entre compadritos y gauchos, que suspende la variedad de las horas para quedarse en una sola, en un punctum, y suspende el espacio porque no lo ve. Quizá no necesita verlo para saber.

Como estamos entrando de la mano de Borges en la idea de la inmortalidad – concepto al alcance de las vidas vividas, como vamos viendo – y aun de la eternidad – concepto que encierra las biografías en estatuas de próceres, en monumentos- se nos impone poner primero el tiempo: hay que empezar por el tiempo. Si indagamos qué tiempo nos da la idea de lo eterno, descubrimos la enorme novedad: la eternidad rompe el tiempo fluido y lo cambia por otro, es decir, de lo que aun estando en el tiempo común tiene como rasgo propio la circularidad. Es el tiempo del mito. Lo eterno, la rueda, el instante, porque está sacado de la linealidad del tiempo fabril, urbano, moderno. Borges, cuando habla de los malevos que se desafían e incluso cuando habla de gestas más amplias de buscadores y nómadas, sienta un principio llamativo: lo importante de la vida es un instante. Ese es el que detiene la vida y le da porte de eternidad. En un instante se dilucida la maraña de los intereses y las pérdidas en busca de ganancias.

Es cierto que el contexto es definitivo: a condición de que llamemos contexto no lo que rodea sino lo que está tejido con algo, con el relato mismo. Las masacres de los nativos, la llamada conquista del desierto, la primera y tímida industrialización del campo engendra personajes que son de una vez. Parecen tipos pero son sujetos.

El espacio es sólo un dentro y un fuera: alguien viene acá, que no es de aquí, y busca identificar al más guapo, al más propio de los de aquí, para probar si es tal. Para probar si ante esa potencia él no merece más que desaparecer.

El núcleo de la identidad es esencial: hay pocas cosas – dice Borges en La búsqueda de Averroes -pero cada una parece estar como en su ser. No se presentan ni los rostros, ni apenas las señas (poncho negro, chalina, ruana) y los gestos. No se conocen, no se han visto.

Ese espacio y tiempo fundamentales, sin adherencias ni detalles, marcan un territorio de identificación que se repite por siempre, por eso es eterno: no se resuelve, vuelve. Es la narración de la venganza eterna entre familias, clanes, tribus, países. En una escala pequeña pero estruendosa: uno y otro. Sólo puede quedar uno. Ni siquiera la comunidad queda vengada, arrebatada, descoyuntada: la comunidad, el pueblo, el pago, el rancho, el barrio, sólo queda como registro de memoria.

La definición canónica la tenemos en la célebre Milonga del Forastero: alguien viene de fuera y busca un igual, no se han visto la cara, ni se volverán ver (uno morirá), uno muere porque sencillamente viene buscando la muerte. Es así de rotundo: lo demás, como iremos viendo, son variaciones sobre el tema.

Y aquí me gustaría añadir – para que no se tome esto como una temática puramente argentina o sudamericana – que toda milonga es de forastero, vino a España y gracias a Marchena se muda en vidala y milonga americana: cantar milonga es, como dice el salmo, “como cantar en tierra extraña”.

Al entrar en este universo nos damos cuenta de que las vidas singulares atraen, como que arraciman pares de opuestos, como aquellos pares que sirvieron para formar la identidad argentina (y casi toda identidad): litoral / interior, porteños / provincianos, inmigrados / nativos. Pero todo parece comenzar con un gesto de humilde cotidianidad: “Otros limpian con esmero/ su cuchillo en la alpargata/ que es una prenda barata/ y a veces no hay más remedio/ que hacerle un tajo en el medio/ para que dentre la pata”.

No se trata de “psicoanalizar” a Borges a quien, según su biógrafo, Edwin Williamson, su padre le dio una daga cuando era niño, e instrucciones para que superara su actitud “generalmente derrotada” y demostrara a quienes lo molestaban que él era un hombre.

Eternidad de los malevos propone a la escucha analítica un tema extraño: la extrañeza del tema se da porque es un tema de un pituco añorante. Da la impresión de que Borges que quiere ascender en la condición de su argentinidad (estamos en los años veinte, ya regresó de España) pareciera que piensa como los generales que fundaron la legión extranjera española: para ascender en la carrera militar se pueden hacer méritos, pero ascender de verdad solo se asciende en África. Ese territorio que permite el ascenso y aun la gloria identitaria Borges cree encontrarlo en los singulares, entre gaucho y compadrito, que portan cuchillo en la sisa del saco. Acercarse a ellos es beber ansiosamente una forma de vida que incorpora la muerte, el valor, el desdén de sí propio. De hecho el primer relato de malevos armados de facón aparece en una obra temprana que se llama “El habla de los argentinos”.

Pareciera que este capítulo detiene el oído para escuchar esa variante del idioma que tiene la hoja filosa como gramática y el tajo como sintagma principal. La eternidad de los malevos es una eternidad que se encuentra entre los pucheros, entre los fierros. La pepita de oro es buscar el duelo como elemento propio de la idea de identidad. Malevo es quien comprende y busca esta doctrina no escrita. Son los desafiadores, cada uno parece libre de la memoria y de la esperanza, ilimitado, abstracto, casi futuro. ¿Y qué está en juego?: es la jouissance, la delicada muerte que se solicita de forma educada y se recibe con la aceptación fatal y sin esparajismos ni “visages”. Como los sujetos de Bataille que aman la vida hasta en la muerte.

En estos relatos el muerto no es un muerto: es la muerte y, más allá de las someras condiciones de territorio, quilombo, cuartito, se está jugando nada menos que la perdición y ausencia del mundo. En Fervor de Buenos Aires se sentencia: existe como resultado un sentimiento poderoso, el remordimiento por cualquier muerte.

Daremos estos pasos: Eternidad / Malevo / Cuchillo /Muerte escondida

1. Eternidad

Viene de la experiencia y del pensamiento de la necesidad: no anda vagando lo que hay, sino que está sometido a una ley que encadena cosas y casos. Ya vimos hace poco sus dos extremos, o sus dos maneras de nombrar los extremos: la eternidad y la inmortalidad. En las figuras singulares de los malevos, de los cuchilleros, o de los silenciosos gauchos sin tarea aparente, hay un runrún enorme que Borges supo ver de tal manera que les puso nombre: los nombres propios de los nuevos héroes son las maneras de decir el destino.

Eternidad es la cualidad o el estado de quien ha sustraído el tiempo, esto tan frágil que tenemos entre manos mientras vivimos y recordamos. La sustracción del tiempo se da a ver a los ojos de los que nos movemos y que aspiramos a no dejar de movernos: es decir a ser inmortales. Si eternidad tiene la máxima fuerza, inmortalidad es su correlato desmedido: no es sustraer el tiempo y dejarlo sometido a un presente continuo, sin muescas o sin hitos para tomar sus medidas. La inmortalidad es la negación de nuestra condición humana en lo que tiene de más difícil y más propio: la muerte.

Se me ocurre comparar estos dos extremos – nunca mejor dicho – a las dos formas del relato que Walter Benjamin nos ofrece en su texto de 1930, El Narrador: el mito frente al cuento fantástico.

El mito sería lo eterno, fuera del tiempo, en la circularidad incesante y en la ley inexorable de la lógica del mundo: el mito ordena, atenaza, determina, eso es lo eterno. Esa es la eternidad cuya historia persigue Borges con una contradicción tan brutal que hiela la sonrisa sardónica que debiera provocar: si es eternidad el fondo que define y fija la esencia de la cosa ¿por qué buscar su historia?.

El cuento fantástico es el relato de los avatares del sujeto. Este es el buscador, el nómada, el que deja la pampa y se acerca un momento a un galpón o a un almacén con poca luz para escuchar la cadencia de una milonga y dice en voz alta y clara: “Abran paso que baila un oriental”.

El cuento fantástico pide inmortalidad, ofrece modos para trampear las grandes piedras de lo eterno, clama por la falta de sujeción, rompe las cadenas (el miedo de Juan sin miedo, la pequeñez de Pulgarcito, la sumisión aparente de Cenicienta). Así que para acercarnos a la eternidad de los malevos, de los personajes de Borges que se juegan la vida por pretender y desear ser inmortales (sabiendo que no lo son, pero ahí está la gracia de la cosa) partimos de la evidencia de la búsqueda de la inmortalidad más allá de la eternidad que inmoviliza, fija a cada cual en su papel, traza rutas como cordeles de trashumancia que no mudan de año en año.

Siempre restalla el enunciado visionario del propio Freud “En lo inconsciente todos estamos convencidos de nuestra inmortalidad” (Consideraciones de guerra y muerte, 1915). Esta sospecha generalizada de que moriremos pero como inmortales nos lleva a escuchar los relatos borgianos con atención. Morir negando la condición de mortal. O más fino todavía, morir buscando un supuesto límite de la vida en el que probar nuestra condición de inmortales, es decir, de deseantes de una vida que, no de forma civil, sino de forma inconsciente, no cese.

Este conflicto no es extraño a las posiciones freudianas. Y esto es visible justamente, puesto que se habla de síntomas, a partir del odio de Freud con respecto a la suerte, a la consagración contemporánea del acontecimiento, la representación del tiempo y conciencia del destino.

¿Qué andan buscando los que de pueblo en pueblo o de calle en calle van dejando señales de una religión o un culto que a Borges le fascina?: la implacable presencia de ananké, de una necesidad o fatum, o destino, en apariencia invisible a quien, como los personajes de los cuentos, van de trampa en trampa o de encuentro en sorpresa. No se deja adivinar pero ahí está y el que mide con el termómetro de su facón su temperatura sabe que ahí está, viendo pasar el tiempo. Su tiempo, el tiempo que nos espera a cada cual.

La vuelta a los griegos, la presencia del anankè, en los textos de Freud, en el lenguaje del momento, forma parte de la otra cara del síntoma: no solo la percepción del tiempo cambia y se abre, sino también la percepción de la necesidad, de la constricción exterior. Y esto porque anankè reúne a la vez la afirmación de la lógica que dirige el futuro (el destino). Lo inconsciente como una nueva forma de destino. Son precisamente esas palabras del destino las que busca el duelista, el malevo que a ese culto de otear la muerte hasta en la vida, ha entregado su propio sendero, su propio sentido.

Los malevos, en los relatos de Borges, parecen envueltos en un aura de necesidad que va más allá de la determinación personal. Es una naturaleza puesta en pie, un silencio que yace bajo las palabras y los silencios de los arrieros cordillera arriba. Esa tensión es realmente trágica, ya está dada, no hay manera de largarla, y nos haría pensar en la eternidad como carácter propio de las vidas que se juegan. La naturaleza lo manda, la moral lo hace decente. Como la relación estrecha de las dimensiones de la naturaleza y de la moral en las palabras de Agamenón en la Ilíada, donde la tragedia adquiere el sentido de una clave transmisible:

No soy la causa 

pero Zeus y el destino y la furia que anda en la niebla, que

en la asamblea me inundaron de salvaje ate

el día en el que le arranqué el trofeo a Aquiles.

Pero, qué podía hacer yo? Un dios ha hecho que eso sea posible,

la hija mayor de Zeus, Ate, que nos ha cegado,

la maldita. Tiene los pies delicados, pero no es

sobre el suelo por donde ella anda, sino exactamente en las cabezas

de los hombres haciendo daño a la humanidad (XIX, 86-94)

La Moira, que dirige los destinos de los humanos – que alguien sin ton ni son siente que tiene que desafiar a otro desconocido sin ninguna razón ni provecho – permite la infiltración de Ate (la inconsciencia, la incapacidad de ver, digamos la ceguera para que quede más rotundo) Para que pueda darse la restauración del equilibrio perdido: es culpa de la hamartía, de la falta cometida por el exceso (hybris) del personaje épico o trágico. Este es, si me permiten lo apretado de los términos, el argumento principal de la tragedia, esto es de las vidas vividas en tiempo de los malevos. Esa culpa no ve, se debe. Esa culpa es la injusticia general de un mundo que muda.

El fragmento de Agamenón muestra bien el recorrido del hado no en el interior de la naturaleza, sino en la cabeza de aquél que es responsable delante del conjunto (asamblea). Pareciera que el malevo lleva en sí una historia, una deuda por pagar, más que por cobrar (aunque el relato explícito lo pinte como una venganza). Empiezo, como ven, por lo eterno y lo inmortal entre la necesidad y la tragedia, para presentarles el clima del delirio borgiano, la desmesura del escritor con escritorio que se va de facones como quien se va de copas, suponiendo, sabiendo, que algo suyo se le ha perdido en ello.

El nacimientos de los seres que existen es según la necesidad (kata to khreon), por culpa de su injusticia, que está como gobernando la misma disposición del tiempo. La injusticia del tiempo la intentan paliar los malevos.

2. Malevo como alegoría

Malevo hace referencia, como es sabido a un estado vital, de idioma y de conciencia que surge en la Argentina de fin del XIX y primeros del XX, y resulta ser como el recuelo, como el decantamiento de un escenario de conflicto generalizado. Implica al menos tres vertientes:

(a) La delimitación de los confines de una patria que se convierte en nación, con su acumulación de capital y sus fronteras más o menos abiertas, más o menos uniformes.

(b) La conquista, dominio y expulsión o exterminio de quienes no son funcionales (la conquista del desierto).

(c) Los malevos como resto. Los ejes del conflicto (interior / costa) (rurales / urbanos) (sumisos / libertarios) , dejan un recuelo poblacional, unos grupos humanos entre los que destacan personajes, formas singulares de caudillismo y de liderazgo, o bien estampas de a pocos, muertes de a dos, que sintetizan lo que está jugándose en la escena grande: después de la conquista del desierto hay que construir una patria urbana y moderna, a la que puedan rondar los ingleses y los franceses, en la que prenda el ferrocarril y las formas de vida capitalinas. Estos malevos, como un resto ya pasado, incluso en los momentos de esplendor que Borges les atribuye, son el resto de Yahveh al que se les atribuye ser guardianes de unas esencias que peligran (valor, coraje, frialdad, fatalidad querida). Esta sería la lectura política de los malevos.

Pero hay una lectura más fina de la cosa: los malevos como un sujeto que expresa una relación peculiar con la vida y la muerte. Más allá de la trama política en la que vive (“soy hombre de Leandro Alem”, dice en 1933 la Milonga del Novecientos) el malevo es el portador de una autoafirmación imprescindible: la fusión con una patria. Aun no tiene rango político, no tributa al estado, no se organiza como nación moderna jerárquica y diferenciada. El mundo de los malevos es prepolítico, por eso atrae con tanta fuerza: una fuerza no regulada, sin árbitro, sin padre de la horda. Se busca un líder que aglutine, pero mientras tanto, nadie cede ni una baldosa de su patio de casa. Se busca uno. Vertical, inquebrantable. Tieso, fálico como un falo. Ese tiene un nombre: el facón, el cuchillo.

En el plano cívico o precívico el facón es arma de los guapos (defienden y exponen su vida de forma suelta, sin barreras). En el plano de la alegoría, es decir de la construcción de una figura que cuente lo que aún no tiene nombre el facón es la cifra de la aceptación de la muerte. Más allá de su ruralidad y porte canalla, es un faro para orientarse en el atardecer de cualquier pueblo perdido.

Es el tango, que a veces – diga lo que diga Borges – canta de forma engolada ciertas verdades: es todo el barrio malevo / melodía de arrabal. Para que nadie se equivoque, esta canción y este baile, es sus múltiples variantes, son periféricas. Como Borges recomienda han de llamarse y considerarse de las orillas. La ciudad tiene centro y orillas. El faro ahora está en la plaza central de la metrópolis, o acaso en una torre Barolo, vertical, y, rodeándolo, todos los modos de vida del malevaje.

Dice Pedro Luis Barcia (Proyección de “Martín Fierro” en dos ficciones de Borges) que aquí comienza un duelo de más calado que la escena cuchillera: la oposición de Fierro y Cruz, como la intrusión de Recabarren, y su alter ego Vizcacha; o la presencia de el moreno y su hermano – que acaba con Fierro – en la prolongación de historia y comentario.

Dice Barcia que el culto del coraje, señalado como devoción argentina, se encuentra cifrado en el duelo a cuchillo, cuyo modelo artístico es el de El gaucho Martín Fierro. La escena adquiere categoría de mito argentino, en el cual se reconocen, o querrían reconocerse, los lectores. Hay una página borgeana titulada «Martín Fierro», que, construida sobre un recurso iterativo, enumera cuatro sucesivas realidades argentinas: los ejércitos libertadores y sus triunfos, es la primera celebrable; a continuación, dos realidades oprobiosas, «las dos tiranías», y la cuarta, es la obra de un poeta (Lugones) que contempló con amor y describió las plantas y los pájaros de nuestra tierra. Todos los parágrafos se cierran con la conversión: «Estas cosas, ahora, son como si no hubieran sido». No tienen realidad permanente, pertenecen al pasado, pero Borges mismo rescata y da la clave:

En una pieza de hotel, hacia mil ochocientos setenta y tantos, un hombre soñó una pelea. Un gaucho alza a un moreno con el cuchillo, lo tira como un saco de huesos, lo ve agonizar y morir, se agacha para limpiar el acero, desata su caballo y monta despacio, para que no piensen que huye. Esto que fue una vez, vuelve a ser, infinitamente. Los visibles ejércitos se fueron y queda un pobre duelo a cuchillo: el sueño de uno es parte de la memoria de todos (en El hacedor, “Martín Fierro”, p. 36)

Borges recuerda que en «Tlön» todos los hombres que realizan el mismo acto son el mismo hombre. «Todos los hombres que repiten una línea de Shakespeare, son William Shakespeare». Todos los hombres que leen el poema de Hernández son Hernández, pero, para los argentinos, vendría a decir Borges, que leemos la escena de la pelea, somos además Martín Fierro.

Juan Pablo Dabove (Políticas de la literatura) entre otros estudiosos, llevan el caso hasta los confines del bandidaje, que es el término que emplea Hobswaum al estudiar el contexto social y económico que engendra un sujeto social nuevo. Lo que nos interesa es señalar que los malandros que contemplamos, los malevos, no valen porque sean parte de un grupo o de una condición, sino porque componen cada uno una figura singular, con un itinerario propio – por más que no sea solitario, pero si es el suyo – la duda es por qué representa cada uno una forma de la melancolía (Dabove) o de la asunción de la mortal condición humana.

Un hombre solo y un hombre armado con un cuchillo. Ese es el emblema de sujeto narrativo que permite que veamos a Borges como un perseguidor de las razones de la sinrazón, de la dimensión inconsciente que es la vida (contada en la literatura oral). Vayamos un poco más al fondo: sujeto suelto y armado, qué alegoría es de la vida en el borde de la ciudad, de lo moderno, del campo que resiste…

Es indudable que el cuchillo, el facón, trae lo fálico consigo y sostenerse en esa imagen parece que quiere hacer más que retrato de costumbres – que también lo es: vean cómo era el valor cuando lo había – quiere sustanciar la extensión del varón que le lleva a exponer la vida sin más motivo que portar un fierro y saber que otros (guapos, en sentido americano: valientes sin tasa) también son así. El suplemento de varón es lo que llama la atención en sí y en la mirada de Borges. Precisamente ese carácter fundamental (jugarse la vida, ponerlo todo al hierro) es el que Borges nos entrega para que vayamos más allá de su recepción urbanita, de su tiempo entreverado que saluda a las conductas de caballerías en la noche (Borges señala la tropilla a Bioy y le añade: vea Bioy: es la patria) y luego hace la mayor arquitectura de palabras de este tiempo.

Decir que es alegoría no significa tapar con un tropo los modos de la vida, sino al revés: una alegoría (tomo cosas de Benjamin, pasadas por mi recuerdo o mi olvido) es una figura nueva, que se compone para nombrar lo que no tiene nombre, para decir de lo imposible algo. Alegoría de malevo es la figura que sobresale del común para dar nombre a un jugador de la vida. Quien no desafía para un fin, sino por el motivo de que aquí está la muerte, que aquí está la ocasión de cumplir la vida. Y no hay dos vidas iguales. Por eso cada malevo dice la vida y la muerte a su manera, alegoría: decir de modo indirecto lo que no se puede decir de modo directo.

¿Qué es lo que no se puede decir? ¿Qué es lo que Borges cifra en la figura de uno y otro de sus cuchilleros?: la muerte querida, el duelo que la hace posible, las maneras suaves que ese rito pide, la impavidez en el momento de recibirla.

3. Enseñanzas de la milonga: historias de cuchilleros

Morir penetrado, perforado, como perforando a la vez. El cuerpo se rompe, las hechuras se descomponen, las heridas abren todo lo cerrado, y todo ello en silencio, con buenas maneras: ¡no me digan que son historias de peleas de pueblitos!…

Sobre todo después de contemplar la imagen fugaz de Borges como cuchillero ciego que sale al campo. ¿A desafiar a quién?: a sí mismo, a la vida, a la muerte, a la eternidad.

“La milonga es una forma de la música muy popular en ambas riberas del Río de La Plata. Considerada precursora del tango, sus letras hablan de los “guapos” y cuchilleros de las últimas décadas decimonónicas y primeras del siglo veinte. Borges siempre mostró su admiración por esa época -que alcanzó a conocer en sus primeros años de vida-, lo que lo llevó a componer una serie de letras de milonga, alguna de las cuales ha sido musicalizada” (de Piazzola a Carmen Linares).

Prólogo de Borges

Toda lectura implica una colaboración y casi una complicidad. En el Fausto, debemos admitir que un gaucho pueda seguir el argumento de una ópera cantada en un idioma que no conoce; en el Martín Fierro, un vaivén de bravatas y de quejumbres, justificadas por el propósito político de la obra, pero del todo ajenas a la índole sufrida de los paisanos y a los precavidos modales del payador. En el modesto caso de mis milongas, el lector debe suplir la música ausente por la imagen de un hombre que canturrea, en el umbral de su zaguán o en un almacén, acompañándose con la guitarra. La mano se demora en las cuerdas y las palabras cuentan menos que los acordes. He querido eludir la sensiblería del inconsolable “tango-canción” y el manejo sistemático del lunfardo, que infunde un aire artificioso a las sencillas coplas. Que yo sepa, ninguna otra aclaración requieren estos versos.

Para reflejar una opinión acerca de esta danza, la expresamos con unos versos del poeta uruguayo Fernán Silva Valdés:

Yo no nací para el canto

Porque nací pa ´bailar

Para tangos, los primeros,

Hasta el novecientos diez

Los que vinieron después

Son cantos con gusto a coca

Si la caña es pa´ la boca

El tango es para los pies.

Los versos finales me los dijo, con la variante “ la coca es para la boca” Eduardo Roca, en el 94.

Suponemos que la milonga es para la boca y de la boca vienen sus versos octosílabos, con estrofas sencillas y versátiles (vean la Milonga del forastero). Aunque también hay una milonga que se baila de entre las que destacan, a mi gusto, Taquito Militar. Unión de contrarios o continuidad poco importa aquí la relación entre tango y milonga. Vayamos a las enseñanzas malevas de las milongas de Borges.

En el temprano Cuaderno San Martín, 1929 narra un paseo por las orillas en vísperas de elecciones. Un retador achinado, dice, “conversó o cantó la seria milonga de la que he asumido unos versos [“La muerte es vida vivida, / la vida es muerte que viene”. Quiero recordar también estos dos, gnósticos o meramente suicidas: La vida no es otra cosa / Que el resplandor de la muerte. No escuchan ninguna letra en arrabalero. Al compadrito no le interesa el color local, aunque sofisticado, y sí la pretensión y el prestigio”].

Borges le comenta a Bioy en 1959: “Qué lindos esos nombres que quedan vinculados a músicas: la zamba de Vargas, la milonga de Morales. Es una inmortalidad muy linda, inexpugnable” (481). La “Milonga de Albornoz” conjetura esa felicidad: “Pienso que le gustaría / saber que hoy anda su historia / en una milonga. El tiempo / es olvido y es memoria” (Poesía completa 289).

Nosotros, que nos criamos en ciudades con iglesias del siglo once y catedrales del trece, echamos mano de las jarchas y las cantigas de amigo para ver nuestras propias milongas…

La primera composición del duelo malevo la hace Borges en Hombres pelearon precisamente en el libro titulado El idioma de los argentinos (1928). ¿Le interesan por sus vidas, le interesan por su decir?.

Este primer relato de duelo cuchillero tiene varios elementos decisivos en la versión de la muerte maleva: Le noticiaron que en Palermo había un hombre // Murió sin lástimas / murió de pura patria (retengamos esta expresión) // Humildad de forastero / cortesía peligrosa //Dios sabrá su justificación //Muerte buscada sinsentido //Las guitarras varonas del bajo se alborozaron (mucha testosterona).

Milonga es voz africana que viene a significar cháchara, desde el principio es para decir cosas, para narrar acontecimientos como hará el vallenato colombiano, o los cantares de ciego hace tiempo en España.

Estas que Borges compone, parece que aceptando un desafío de alguien que le reta a entrar en los metros populares (se le fue la mano), tienen un lenguaje medido, más ajustado de lo que parece, menos castizo de lo que se esperaría.

Recuerdo un episodio en el que el ya internacional o cósmico Borges fue sometido a una pregunta de un periodista “¿Es verdad , maestro, que usted escribe primero en inglés y luego va traduciendo al español?” Borges sin despeinarse, como solía, le responde: “Por supuesto, no tiene más que ver la Milonga de Jacinto Chiclana”. La milonga es género de ida y vuelta. Creada en América, tiene una asimilación flamenca que, como ocurre con la Vidala (la Vidalita de Marchena, por ejemplo) o con el punto cubano o guajira (“Los lunes por la mañana / después del café bebido / me paseo por la Habana / con mi tabaco encendido”) consagran un estilo una serie de grandes cantaores clásicos. En la milonga crece el personaje y se redondea con sus rasgos decisivos.

“Me golpeó la hoja de la puerta al abrirse. De puro atolondrado me le jui encima y le encajé la zurda en la facha, mientras con la derecha sacaba el cuchillo filoso que cargaba en la sisa del chaleco, junto al sobaco izquierdo. Poco iba a durarme la atropellada. El hombre, para afirmarse, estiró los brazos y me hizo a un lado, como despidiéndose de un estorbo. Me dejó agachado detrás, todavía con la mano abajo del saco, sobre el arma inservible”.

El hombre…

“Yo soy Francisco Real, un hombre del Norte. Yo soy Francisco Real, que le dicen el Corralero. Yo les he consentido a estos infelices que me alzaran la mano, porque lo que estoy buscando es un hombre. Andan por ahí unos bolaceros diciendo que en estos andurriales hay uno que tiene mentas de cuchillero , y de malo , y que le dicen el Pegador. Quiero encontrarlo pa que me enseñe a mi, que soy naides, lo que es un hombre de coraje y de vista.

Dijo esas cosas y no le quitó los ojos de encima. Ahora le relucía un cuchillón en la mano derecha, que en fija lo había traído en la manga. Alrededor se habían ido abriendo los que empujaron, y todos los mirábamos a los dos, en un gran silencio. Hasta la jeta del mulato ciego que tocaba el violín, acataba ese rumbo”.

En la secuencia de las (más o menos) doce milongas podemos espigar los rasgos de las alegorías centradas en el mensaje casi indecible – porque va más allá de la escena orillera del cuchillo: La época era genéricamente nombrada “de cuando el fierro brillaba “ ( Milonga de dos hermanos ) en ella destacan los hermanos Iberra: “la flor de los cuchilleros / y ahora los tapa la tierra”, reproducen el mito de Caín y Abel. Un hermano mata al otro porque le lleva ventaja en muertes cobradas… La milonga “Dónde se habrán ido” (el mito del ubi sunt ): los que en duro arrabal / Vivieron como en la guerra /Los Muraña por el Norte /Y por el Sur los Iberra? /¿Qué fue de tanto animoso?/ ¿Qué fue de tanto bizarro?/A todos los gastó el tiempo / A todos los tapa el barro.

Los que murieron lo hicieron en la realidad en la memoria. Eso importa más que el relato.

La milonga de Jacinto Chiclana, también centra en el objeto: Algo se dijo también /De una esquina y de un cuchillo /Los años nos dejan ver /El entrevero y el brillo. Muestra que en realidad es la transmisión y la tradición oral la que domina. Esa víbora, el cuchillo, resulta metáfora rotunda.

La caracterización del personaje en la de Don Nicanor Paredes: y cerca del corazón / El bultito del cuchillo /El cuchillo de esa muerte /De la que no le gustaba /hablar. Hay otra milonga que escoge sólo ese símbolo principal, el cuchillo “Cuchillo en el norte”: Habrá un cajón y al fondo/Dormirá con duro brillo /Entre esas cosas que el tiempo/ Sabe olvidar, un cuchillo/Fue de aquel Saverio Suárez/Por más mentas el Chileno/ Que en garitos y elecciones / Probó siempre que era bueno.

Y la radical mostración de lo efímero de ese símbolo principal al que, en la vida real, desbancan las armas de fuego, y en el relato ejemplar ofrece un lugar del mito: el círculo del facón.

Cuántas veces hará entrado

En la carne de un cristiano

Y ahora está arrumbado y solo,

A la espera de una mano,

Las dos milongas genéricas, una dedicada a los morenos y otra a los orientales (uruguayos) sitúan el valor en la formación de un espíritu comunitario más allá de raza y de topografía.

Pero quizá se eleva al culmen alegórico la Milonga de Albornoz, que compone esta estampa completa:

Se la tienen bien jurada

Más de un taura y más de un pillo;

En una esquina del Sur

Lo está esperando un cuchillo.

No un cuchillo sino tres,

Antes de clarear el día

Se le vinieron encima

Y el hombre se defendía.

Un acero entró en el pecho,

Ni se le movió la cara;

Alejo Albornoz murió

Como si no le importara.

Cuánto tienen, cuánto evocan estas imágenes a las luchas del Cancionero de Lorca: en la lucha daba saltos jabonados, de delfín, pero eran cuatro puñales y tuvo que sucumbir.

Cierro con esta estrofa definitiva: Manuel Flores va a morir /Eso es moneda corriente / Morir es una costumbre / Que sabe tener la gente. La épica y la socarronería van juntas. Es que es mucho lo que hay que decir…

Vivió matando y huyendo / vivió como si soñara nos dice del Calandria. Y ahí está todo.

4. Lo que viene siendo la muerte

Ven muerte tan escondida/

Que no te siente venir/

Porque el gozo de morir/

No me vuelva a dar la vida

(milonga de Santa Teresa)

Da todo el tiempo la impresión de que lo que está en juego por debajo de las parábolas de los malandros es una presentación de la muerte. El juego de la vida no lo sería sin el juego de la muerte. Borges persigue la eternidad pero se entretiene con los inmortales.

Fíjense que en este repertorio en el que Borges compone las situaciones y los sujetos del morir aparece siempre la muerte como una pulsión que no destruye. Es el ansia del nirvana, de volver al antes del antes, de deshacer el propio sujeto lo que por aquí circula. Con la misma parsimonia que el ilustre invidente declara en la peliculita que le saca como actor unos minutos, por el campo, trajeado, con el facón en la mano. Esto dice: “Yo pienso en la muerte como una de las grandes esperanzas que tiene el hombre. Siempre me conforta pensar que todo lo que me sucede es efímero, es decir casi no existe comparado con el hecho de que llegará un momento en el cual cesaré para siempre, en el cual dejará de existir Jorge Luis Borges”.

La vida que la muerte viene a rescatar y a dar complimiento es una secuencia de figuras y de máscaras. Por entre ellas está el combate por el reconocimiento. Existe una localización de estilo, como un acotamiento, que en el cuento La muerte y la brújula se percibe:

El muerto ya había sido identificado. Era Daniel Simó Azevedo, hombre de alguna fama en los antiguos arrabales del Norte, que había ascendido de carrero a guapo electoral, para degenerar después en ladrón y hasta en delator. (El singular estilo de su muerte les pareció adecuado: Azevedo era el último representante de una generación de bandidos que sabía el manejo del puñal, pero no del revólver.)

Se puede decir, para concluir este cuarto paso, que Borges aporta una enseñanza que se obtiene sobre todo en el mar de la escritura. Como quien se echa a navegar. A saber: que la muerte no se puede ocultar y que, por eso, conviene mirarla de frente, como evento y como tema. Borges está continuamente al acecho de las caras de lo efímero. Aunque se detiene con humor en acontecimientos banales. Como en la escena con Bioy en un establecimiento comercial, en el que una mujer dice a la vendedora: “A mí no me gusta decir una cosa por otra”. Y Borges replica bajito a Bioy: “¿Ha visto, Bioy? esa señora acaba de cargarse la metáfora”.

La presentación de la muerte está llena de pudor en medio de la violencia incontenible. Así muere Rosendo en El hombre de las esquina rosada.

El hombre a nuestros pies se moría. Yo pensé que no le había temblado el pulso al que lo arregló. El hombre, sin embargo, era duro. Cuando golpeó, la Julia había estao cebando unos mates y el mate dió la vuelta redonda y volvío a mi mano, antes que falleciera. “Tápenme la cara”, dijo despacio, cuando no pudo más. Sólo le quedaba el orgullo y no iba a consentir que le curiosearan los visajes de la agonía. Alguien le puso encima el chambergo negro, que era de copa altísima. Se murió abajo del chambergo, sin queja. Cuando el pecho acostado dejó de subir y bajar, se animaron a descubrirlo. Tenía ese aire fatigado de los difuntos; era de los hombres de más coraje que hubo en aquel entonces, dende la Batería hasta el Sur; en cuanto lo supe muerto y sin habla, le perdí el odio.

Para morir no se precisa más que estar vivo dijo una del montón, y otra, pensativa también:

Tanta soberbia el hombre, y no sirve más que pa juntar moscas.

Entonces los norteros jueron diciéndose un cosa despacio y dos a un tiempo la repitieron juerte después.

Lo mató la mujer.

Es el lenguaje, con sus juegos, el que permite ocultar y mostrar la presencia y la ausencia de la muerte. Como en el riquísimo poema El Golem, en el que declara que es un tiempo aparte el tiempo del nombrar. El nombre saca del tiempo lo efímero de la cosa. Ese es el nuevo tiempo de la escritura que desafía a la muerte y, al mismo tiempo, es su primera cifra. Ella cierra el mundo en el que la muerte pone fin a las variedades fugaces que componen nuestras vidas. La muerte no es sin la geometría de la vida. La vida no es sin la suspensión de las dimensiones que la muerte trae.

En su texto “El tratamiento de la muerte” en Para las Seis Cuerdas (texto de 1965), Santiago López Navia hace un recorrido preciso de las dimensiones del morir en esta colección milonguera de Borges. Ordeno y nombro a mi modo, muy brevemente, las que destaca, porque son certeras.

La excelencia:

No hay cosa como la muerte / para mejorar la gente“. Esta es la primera referencia que se hace a la muerte en Para las seis cuerdas, y la rotundidad y la claridad de su formulación, en una obra que gira en torno al protagonismo del hombre que mata y muere y el cuchillo que forma parte de su identidad, permite obviar cualquier comentario. Se me ocurre que Borges persigue dejar claro que la muerte con su carácter de acabamiento da el peso entero a la vida toda. Das Wahre ist das Ganze: hasta que no llega el final no sabemos del peso entero de la vida.

En la milonga “El Títere” expone la firma del mortal y lo azaroso de la tujé.

El hombre según se sabe,
tiene firmado un contrato
con la muerte. En cada esquina
lo anda acechando el mal rato.
Un balazo lo tumbó
en Thames y Triunvirato;
se mudó a un barrio vecino,
el de la Quinta del Ñato.

La quinta del Ñato, es el otro barrio que decimos por aquí, es el cementerio donde reina la privada de nariz.

La deuda

Pese a lo gratuito que parecen las escenas de duelo y muerte, por debajo hay una tensión mayor. Las muertes se deben. O, mejor, hay muertes que se deben. Tal vez el estado de injusticia general que veían los griegos.

Resulta fundamental, por otra parte, hacer notar que las muertes “se deben”. El uso nada casual de este verbo evoca el ineludible castigo y la consideración de la deuda de muerte como algo que antes o después va a ser pagado. Del menor de los hermanos Iberra sabemos que “… debía / más muertes a la justicia“. En el cuento “Hombre de la esquina rosada” se nos aclara también que Rosendo Juárez “estaba debiendo dos muertes“. Además del precio de una deuda, la muerte puede entenderse también como final de un periodo de esplendor ligado al constante progreso del hombre hacia su propia consunción y a la ineludible fatalidad de un mañana, en este caso inmediato: “Mañana vendrá la bala / y con la bala el olvido. / Lo dijo el sabio Merlín: / morir es haber nacido”.

La gratuidad

Parece contradecir al rasgo de la deuda. Pero no tiene que ver con la condición interactiva del morir en duelo. En este caso – y yo creo que es rasgo que a Borges le encandila sobremanera – se trata de la actitud del cuchillero. La ética del samurái pampeano. Ningún rasgo de la muerte nos parece más significativo, sin embargo, que la gratuidad que se le atribuye y la naturalidad con que se recibe. En la “Milonga para los orientales” el que muere es aquel “que se muere y no se queja“; en la “Milonga de Albornoz” queda palmariamente demostrada la inmutabilidad del héroe ante el hecho de su propia muerte (“Alejo Albornoz murió / como si no le importara“); en “El tango” leemos acerca de hombres “que sin odio, / lucro o pasión de amor se acuchillaron” y en la “Milonga de Manuel Flores” la muerte queda reducida a lo cotidiano, al ritmo recurrente de lo que acaba convirtiéndose en una ley natural: “Manuel Flores va a morir. / Eso es moneda corriente; / morir es una costumbre / que sabe tener la gente“.

El ejemplo

La enseñanza que se anda buscando es un ejemplo del bien morir. Es decir del bien vivir. Si algo aprecia el retador es toparse con lo que él busca y quiere ser: un hombre.

Los gauchos de antaño, son modelo, esos mismos que, según el mismo Borges, “morían y mataban con inocencia (…) No murieron por esa cosa abstracta, la patria, sino por un patrón casual, una ira o por la invitación de un peligro”. Preguntado en 1968 por su atracción hacia la figura del compadrito, el poeta insistió en las virtudes a las que venimos mencionando:

En el compadrito había algo que me pareció nuevo: la idea del coraje desinteresado. El guapo no era un individuo que estuviera defendiendo, digamos, una posición o que peleara por razones de lucro; peleaba desinteresadamente (…) Me parece que es linda la idea de esa gente muy pobre, como habrán sido los guapos (…) y que, sin embargo, tenían un lujo, que era el lujo de ser valientes y estar listos a matar y a hacerse matar en cualquier momento, aun por desconocidos.

Más allá de la patria

En esta lectura que comento se olvida la dimensión ética profunda a la que he venido aludiendo. Olvida la condición fundamental, trascostumbrista, de la escritura de Borges. Todo estaría bien en el argumento de Navia, no obstante, menos el “no morían por esa cosa abstracta, la patria” Pues aquí convendría recordar el verso temprano que antes vimos: “murió de pura patria”, que, como vimos es del 1928. Y ya podemos saber ahora que no se trata de morir por la patria, sino algo más raigal: morir en la condición de lo que es patriótico. Se muere como la patria es (prepolítica, originaria) Borges oscila entre la muerte a duelo, como rasgo identitario del primer argentinismo, y la muerte asumida, con sobriedad, en los tiempos en los que como dijo Philippe Ariès, morir está prohibido y es más tabú que el sexo.

Donde estarán pregunta la elegía / de quienes ya no son como si hubiera / una región en que el ayer pudiera / ser el hoy, el aún o el todavía. (Milonga titulada “El tango”).

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