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Introducción al Seminario de Relatos y Retazos del Psicoanálisis sobre: “La vida, la muerte, el deseo y el tiempo; Borges y la inmortalidad” (2021)

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Después de haber trabajado en los dos Seminarios anteriores, “Yerma”, de Federico García Lorca (2019), y “Pedro Páramo” de Juan Rulfo (2020), habiendo abordado, desde el psicoanálisis, diferentes cuestiones relacionadas con: el deseo; la esterilidad y la infertilidad; el goce del cuerpo; la paternidad; el estatuto de la mujer y su goce propio; el discurso del amo y el del psicoanálisis; las voces de los muertos; la reconstrucción de la historia, etc., nos asomaremos, desde “El Inmortal” de J. L. Borges, a la pregunta por el tiempo en el psicoanálisis, en su relación con la constitución del sujeto del deseo en el campo del Otro (la transferencia y el acto analítico).

Borges, en El Inmortal, siguiendo el rastro de San Agustín, vuelve a abrir la pregunta por el tiempo: “Si nadie me pregunta qué es el tiempo, lo sé, pero si me lo preguntan y quiero explicarlo, ya no lo sé”. Por este motivo, no es banal decir que “la inmortalidad es sólo una cuestión de tiempo”. ¿De qué tiempo se trata?

Está el tiempo de la memoria, ese que Freud enmarca dentro del recuerdo, la repetición y la elaboración. Para el psicoanálisis, la memoria es memoria simbólica, tejida con las huellas de los acontecimientos significantes, traumáticos, a partir de las marcas de los repetidos -¡y únicos!- encuentros con el deseo del Otro, con el goce que hace letra en el cuerpo. Este corpus discursivo, trenzado alrededor de los agujeros pulsionales, permite hablar de “la repetición y sus memorias”.

Dice Lacan que “no hay que ceder en relación al deseo”. Es una apuesta un poco difícil dado que el deseo se nos presenta como algo un poco o mucho malevo. Tiene ese carácter indómito de los malevos, de esos personajes pendencieros, provocadores, amigos de la bulla y de la bronca, peleadores, regateadores, hábiles en el manejo del cuchillo, cuya figura fue cantada y narrada en los tangos y los sainetes de principios del siglo veinte.  Frente a lo malevo de la sexualidad, del goce, el psicoanálisis está llamado a no retroceder, a no mirar silbando hacia otro lado, de ahí “la eternidad de los malevos”. ¡Qué no me maleen a los malevos!

Los inmortales de Borges, los pobrecillos, dignos de pena y de conmiseración, precisamente a causa de su desdichada inmortalidad (que les impide separarse, sustraerse a su interminable existencia), más que unos resucitados son unos muertos vivientes. Al haber perdido el usufructo del lenguaje, ¡ni hablar del uso y disfrute del deseo!, como no podía ser de otra forma; el río de la inmortalidad de las palabras baja más seco que en pleno estío, azotado por la canícula más feroz; ya no tienen ni un humilde significante que llevarse a la boca, por eso solo se alimentan de serpientes crudas, como quien dice de sapos y culebras. Es urgente que acuda un psicoanalista a la Ciudad de los Inmortales con el remedio infalible del deseo del psicoanalista en el botiquín de los primeros y últimos auxilios (que no se puede viajar a la otra vida sin el viático de las palabras que re-suscitan  el deseo). Si el deseo es su interpretación, re-suscitar el deseo, volver a causarlo, requiere inexcusablemente de eso que está entre Borges y Freud, ese re-constituyente del deseo, que re-suscita (por no decir resucita) a un muerto (a un muerto más muerto que vivo por haber ingerido una dosis mortal de inmortalidad).

Hay cosas que no se pueden imaginar; una de ellas es el tiempo. El tiempo es un real. Es cierto que también tiene una dimensión imaginaria: el tiempo vivido.

  Desde el psicoanálisis sabemos que, por la inscripción del sujeto en el inconsciente, el tiempo adquiere una dimensión simbólica: el tejido de la historia; la trama del significante; la memoria como lugar de encuentro de los discursos y de los deseos transmitidos por nuestros padres, abuelos… (el tiempo edípico), que recorre el hilo imperecedero de toda una tradición inmemorial, dicha, hablada, soñada, fallada con las palabras, sinthomatizada, deletreada, olvidada, agujereada por el deseo de los otros, que se convierte en figura del destino, en causa de ese tiempo de la repetición que porta las marcas de la pulsión, del goce, en el cuerpo (la castración).

 Freud plantea que no hay inscripción de la muerte en el inconsciente: Si me preguntan qué es la muerte no lo sé, podría haber dicho Freud, parafraseando a San Agustín, confirmando en acto que la muerte es un real que se sustrae al saber.

 Freud también afirma que no hay inscripción de la diferencia sexual –masculinofemenino– en el inconsciente: Si me preguntan qué es la relación sexual no lo sé, podría haber dicho Freud, parafraseando, otra vez, a San Agustín, haciendo la experiencia, en un acto de palabra, de que la diferencia sexual es un real, que no hay una escritura de la relación entre los sexos, entre los cuerpos anatómicamente diferenciados (la anatomía es el destino).

Freud propone (y dios dispone) que lo real del goce no se inscribe en el inconsciente, sino en el cuerpo (no como saber, sino como unlust). Hace la experiencia de ello en el acto analítico, con el Hombre de las ratas, cuando, en medio del agitado relato por parte del paciente del tormento de las ratas, observa en su rostro una extraña expresión compuesta, mezcla de placer y de horror ante un goce por él ignorado. En ese momento, Freud, podría haber dicho, parafraseando por tercera vez -como las negaciones de San Pedro- a San Agustín: Si me preguntan qué es la sustancia del goce no lo sé.

Pues, como no hay tres sin cuatro, hay también una dimensión del tiempo, del orden de lo real, que tampoco se puede inscribir en el inconsciente. Borges, construye un mito, el del Inmortal, para poder fijarla en una estructura de ficción. De la misma forma, Freud, en ese tiempo pre-histórico, cuando la tierra estaba habitada por hordas, alza la figura majestuosa, inabordable, del Urvater (el mito de Tótem y tabú). Este es el Padre que imaginariza la privación del goce (que es un hecho de estructura). Para Freud, como para Borges: Si me preguntan qué es el tiempo real, del origen, inmortal, no lo sé. Esta es la razón por la que “nunca imaginé que todo esto tendría un fin”.

Hay una política de la inmortalidad, del mismo modo que hay una política de la felicidad. Todas estas políticas parciales se engloban en la política más general de los bienes, de los objetos de consumo, suministradores de un goce inmediato, que forcluye el horizonte de la muerte y de la castración, anulando la pregunta por la causa del deseo. Todas estas políticas potencian hasta el infinito el malestar en la cultura. La política de la inmortalidad se basa en ontificar y santificar el Ser, rindiendo pleitesía a los ideales más alienantes, mortificando el deseo, reificando y naturalizando los objetos, hasta la aniquilación final, en una entrega incondicional a la voracidad del Super-yo, a su verga salvaje, culminando en el éxtasis de una especie de delirio ontológico compartido. En el fondo se trata del deseo delirante de existir sin fallas, sin deseos, renegando de la castración, gozando sin tregua, sin límites, en una espiral autodestructiva.

La inmortalidad, ese horror, degradación y espanto, que describe Borges, no es una cuestión de tiempo -terminable o interminable-, sino de ser. El tiempo, cualquier tiempo (pasado, presente o futuro), finito o infinito, es salvador, porque se sostiene en la repetición del trazo unario, uno y único, lo mismo y diferente; en cambio, el Ser (con mayúsculas, no-tachado, como clausura del ser), en su eternidad, consistencia, continuidad y cierre, es mortífero.

 Homero hace semblante del tiempo; los trogloditas de la forclusión del tiempo.

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