Trenes, lobos y cerezas.

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El día 28 de diciembre de 1895 se señala como el origen de la cinematografía mundial, puesto que tuvo lugar la primera exhibición con público del cinematógrafo Lumière en el Salón indio del Grand Café de París. Sin embargo como todo origen, más allá de los acontecimientos “objetivos”, este relato se construyó a partir de un mito.

De esa primera exhibición suele relatarse que los espectadores salieron corriendo pensando que el tren de la pantalla los iba a atropellar. Esta imagen de la gente corriendo es extraordinaria porque hace aparecer algo del encuentro con lo real: lo que ocurría no tenía sentido. Producía asombro y luego de ahí, el significante de lo imposible que constituye el centro de todo mito.

Se trata del trauma de un origen, pero no del cine como objeto, sino de la intensidad que la imagen en movimiento comenzó a tener en la vida cotidiana a partir de ese momento.

En la película de Drácula (1992), Francis Ford Coppola vuelve a contarnos esta exhibición  de los Lumiére, pero introduce una diferencia: en este filme que a su vez contiene dentro de sí el filme de los famosos hermanos Lumière, la gente corre al ver la llegada del tren en el cinematógrafo. Sin embargo el motivo de la estampida es que entra de pronto al lugar un lobo. Se trata del mismo momento en el que Drácula se re-encuentra con su amada princesa después de cruzar “océanos de tiempo” en su búsqueda. 

Drácula (1992), Francis Ford Coppola

“El lobo” es también un significante que intenta empujar una imagen, una representación o explicación que no termina (como es el significante) de significar lo acontecido.

Este relato habla de un choque, un temor, una sorpresa y al mismo tiempo de un querer volver a encontrar un objeto. Pasión humana renovada, reencarnada.

El cine se transformó en un fenómeno de grandes alcances relacionados sobre todo con el entretenimiento. Los ingredientes fueron una combinación de la idea del progreso moderno por un lado y una dimensión lúdica, por el otro. El cine fue, podríamos decir, el resultado de mezclar la magia y la ciencia, la fantasía y la tecnología. Ambos aspectos promovían una exaltación humanista de la época: el conocimiento del hombre había logrado generar un aparato para registrar objetivamente la realidad y además la posibilidad de “vencer la muerte”. Cómo no iba a ser este un gran espectáculo por el que cualquiera quisiera pagar.

A pesar de que rápidamente se generó una industria que decidía (y decide aún) qué función y cuáles usos se le podían otorgar al cine, el aparato empezó a sufrir un malestar provocado por los artistas del siglo XX, quienes vieron en el cine la posibilidad de manifestar más que la exaltación del ser humano, su ruptura, su punto ciego, su síntoma orientado por lo real.

Se pasa de la función de promover las risas y los llantos (cosa que ya en sí misma es maravillosa) a cuestionar, a protestar, a ser indicio, síntoma del malestar de la cultura y a revelar cómo es la condición humana.

Ahí donde los espectadores miraban sin saber que eran mirados, el cine devuelve el mensaje. Hace visible lo invisible.

A pesar de que a Freud no le interesaba el cine, se generó una fuerte relación de este con el psicoanálisis.Personajes como Robert Wiene, Man Ray, Marcel Duchamp, Germaine Dulac, Buñuel, Dalí y Hitchcock, de la mano del psicoanálisis, cuestionaron a la modernidad desde el centro mismo de su propuesta. Herederos, todavía de un sentimiento romántico, decidieron utilizar el progreso de la tecnología para señalar lo diferente, lo subversivo, lo no dicho, lo inconsciente.

En el cine, lo que está descompuesto de nuestro tiempo, aparece como dolor o cuestionamiento y se convierte en relato, belleza, humor y poesía, (cambio de sentido).  Desde Fellini que, con su fascinante estilo (lleno de elementos simbólicos: el agua, el mar, las plazas, el cortejo, el disfraz, los fortachones, etc.);  constantemente articuló la tensión entre religión y erotismo; hasta Bong Joon-ho y sus Parásitos.

De cara al intento de ausentar las pasiones de los sucesos cotidianos, de medicar los afectos dejando fuera la palabra o de olvidar en exceso lo que enfrentamos: la ética del cine

En 1997 Abbas Kiarostami gana la Palma de Oro por la película “El sabor de las cerezas”.

Se trata de una película sobre un hombre, el Sr. Badii que quiere suicidarse y busca a su enterrador. Para enterrar a los muertos como debemos cualquiera sirve, cualquiera… menos un sepulturero, dice Leon Felipe.

Vemos el dolor del Sr. Badii puesto en su gesto, en su silencio, pero también en el ambiente seco, yermo, del páramo olvidado donde se encuentra dando vueltas. Nos muestra ese dolor del alma que Nietzsche llamó “el perro” (La depresión como un perro rabioso)

La película transcurre casi toda en la camioneta del Sr. Badii o lo vemos en distintos momentos a través de una ventana que reafirma el hecho de que el cine lo vemos siempre enmarcado: el encuadre. Con Lacan decimos que es eso lo que permite que la angustia no se desborde y nos arrolle.

Sin embargo cuando esperábamos el desenlace de la historia y el Sr. Baddi se recuesta en su tumba nosotros tememos que esté muerto pero Kiarostami nos arranca abruptamente de la ficción; nos llama a salir del sueño, a despertar y nos muestra cómo se hace una película, una especie de “detrás de cámaras” donde suena “summertime” (Summertime and the livin’ is easy)…Vemos al actor caminando y da cierta alegría ver que está vivo, vemos sonrisas, gente contenta mirando una cámara, jóvenes corriendo.

Pero hemos quedado atravesados. Ese despertar, nos despierta de nuevo al mito: No es mentira lo del tren. En la película un diálogo apunta: “La vida es como un tren que siempre se mueve hacia adelante, hasta que alcanza el final de su recorrido, el fin. Y la muerte espera en el fin. Pero ¿por qué quieres abandonar el sabor de las cerezas?”

El tren llegará, mientras tanto la vida… “de vez en cuando nos besa en la boca”

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